§Americhe. Riemergenze, pluriversi e resistenze
Reflexiones sobre el racismo indio en la Argentina.
Por Sonia Álvarez Leguizamón

Introducción

Este documento se propone ofrecer algunas pistas teóricas para la comprensión social e histórica de las formas como se ha consolidado el racismo indio en la Argentina, tomando como punto de referencia las categorías que se han construido para designar a los grupos sociales racializados, a los que a menudo se les atribuyen rasgos negativos que amenazan con desestructurar el orden social. Si bien esta reflexión no pretende ser exhaustiva, se propone generar elementos para el necesario debate sobre las formas como opera el racismo en la vida cotidiana y los mecanismos discursivos a través de los cuales se han llevado a cabo estrategias de contención y asimilación y los grupos sociales racializados. En este capítulo se aborda la forma como, en diferentes momentos del devenir histórico, el racismo anti indio se ha apoyado en conceptos y denominaciones que han normalizado las prácticas de exclusión y segregación, la explotación de los grupos racializados, el despojo de sus bienes y territorios, y la apropiación de los bienes comunes de la naturaleza.

Configuraciones discursivas del racismo

Si bien ya el lenguaje ha dejado de ser racial por la evidencia científica de que las razas no existen y por la derrota del Nazismo Alemán, los caracteres, sobre todo el color de la piel oscuro vinculado a antepasados nativos o afro descendientes, y ciertas relaciones con la “cultura” y el “aspecto” que conforman tipos o imaginarios racializados, siguen actuando como una fuente de reproducción neocolonial de la desigualdad y la pobreza. En América Latina y Argentina, además la reproducción de la pobreza, se produce por un sinnúmero de otras formas estructurales e históricas, como la expropiación de medios de subsistencia, la súper explotación del trabajo o nuevas formas de semiservidumbre moderna y de apropiación de bienes comunes (Álvarez Leguizamón, 2008).

En Argentina hay racismo, pero soterrado y mimetizado en lo mestizo, en lo criollo, en un sinnúmero de categorías nativas que genealógicamente remiten a lo indio y en menor medida a lo negro. En esta reflexión se usa la noción racismo indio para mostrar aquellas formas de discriminación de sujetos que muestran en su aspecto físico o sus formas de ser, algún vestigio de ese pasado precolonial. Estas prácticas, discursos y habitus (Bourdieu, 2002) raciales no necesariamente se dirigen al indígena que se autoadscribe como tal, puede estar encarnado en el “morocho villero” o en un habitante moreno “del interior” que vive en Buenos Aires.

El racismo indio o antiindígena [1] es un tipo particular de relación surgida de la apropiación de tierras, cuerpos y almas operada desde el momento colonial hasta el presente, y es el fundamento de una diferenciación sobre el cual se ha erigido una estructura de relaciones sociales y dominación. El racismo es un aspecto central de una estructura social que construye un tipo de diferencia y desigualdad específica colonial; en este sentido, ha operado como una forma de estructura histórica, dada su perdurabilidad y estabilidad relativa. Lo indio es una referencia central en este tipo de racismo por muchas cuestiones. Sobre este grupo específico se ha operado, mediante la violencia física y simbólica, el aniquilamiento físico, el despojo continuo de sus tierras, el desplazamiento forzado de sus lugares de residencia, el trabajo forzado, “la servidumbre y la sobreinscripción de su existencia social en un lenguaje y un código que le resultaba ajeno —castellano y código civil—”.

Este racismo es persistente a lo largo del tiempo, aunque se expresa históricamente de diferentes maneras. Desde el indio “incivilizado” que había que extirpar para construir la sociedad blanca durante las guerras de exterminio de entre siglo (XIX-XX) en la Patagonia y el Chaco —que constituyeron una verdadera Guerra de Razas como diría Foucault (1992 [1976])—, al indio o mestizo que había que civilizar e integrar en forma subalterna por medio de diversos discursos civilizatorios ajironados como el del Progreso, la Modernidad y el Desarrollo, durante el siglo XX y parte del XXI.

Dentro de los sujetos racializados encontramos variedades que se hacen más o menos visibles en distintos periodos históricos, —como el “morocho villero”, o el “migrante interno”, o el “cabecita negra”, o el “gaucho”, el “criollo”, el “coya” o el indio a secas—. Estos se encuentran inmersos en un régimen de representación y de conocimiento que remite al mestizaje. Estas etiquetas cobran diferentes dimensiones según sea el contexto histórico y relacional. Trataré de observar como ese linaje de lo indio se manifiesta en el presente. Iniciaré está indagación a partir de algunos equívocos de términos o etiquetas asociadas con el “régimen del conocimiento” del mestizaje que se me han presentado.

He nacido y vivo en la ciudad de Salta, una capital de “provincia” de la Argentina. Mi padre tiene un apellido de origen español pero mis antepasados son de muchas generaciones de salteños. No tengo ningún ascendiente por el lado paterno conocido que haya nacido en Europa. En el caso de mi madre sucede lo mismo, pero con un solo bisabuelo vasco que, según dicen mis parientes, es la causa por la que tengo pelo y tez claros. Creí siempre que los vascos eran rubios y de tez clara hasta que fui a ese país, encontrando que no era así. Mi padre decía que éramos criollos en el sentido de mezcla entre español e indio y de que nuestros antepasados están hace mucho en estas tierras. Es muy común en la Argentina la pregunta por la ascendencia en los diálogos coloquiales. En la zona de la pampa húmeda donde hubo mayor impacto de la inmigración europea es más asiduo aún. Cuando ante la pregunta sobre mi ascendencia contesto que soy criolla a los porteños, se ríen y no me creen, seguramente porque tengo la piel clara y el criollo en su imaginario remite a la oscura. Estos equívocos me inquietaban y me hicieron pensar en la relatividad de la construcción de la etiqueta de criollo y de otras que señalaré más adelante.

Otros equívocos, esta vez del orden de las clasificaciones lingüísticas, me hacían dudar de otra categoría similar a la de criollo: la de mestizo. La nominación de mestizo, en la lengua española, tiene una acepción que refiere a mezcla de culturas distintas o de “razas diferentes”, según los diccionarios. Sin embargo, es usada exclusivamente para los hijos entre “blancos e indios”. Blanco aquí remite a la ascendencia europea, e indio a todas las originarias de América. En América Latina, en general, la palabra mestizo se usa sólo para designar las mezclas vinculadas con la ascendencia indígena o de afro descendientes y no para otros grupos humanos. No es usada en la Argentina para las mezclas entre personas de origen árabe con españoles o entre españoles e italianos, por ejemplo. Observaba que lo mestizo sólo se aplica a aquello que tiene la marca de lo indio. Podemos decir que es una categoría nativa y conceptual puramente colonial, puesto que no se usa para mezclas que no incluyan lo indio o lo afro descendiente. Otras formas de equívocos o polisemias se vinculan con la constatación, en la Argentina, de que el mestizaje podía tener la connotación de un proceso y dispositivo de homogeneización hacia lo blanco, pero también podría significar en forma despectiva la presencia de lo indio.

Estas cuestiones que encontraba como equívocos me resultaron inteligibles a partir del análisis que realiza la peruana Marisol de la Cadena (2006) de la etiqueta mestizo. En su genealogía, la palabra está asociada a dos regímenes de conocimiento (o regímenes del discurso): la limpieza de sangre y la idea de raza de la razón ilustrada, regímenes que han perdurado a lo largo del tiempo. La limpieza de sangre la practicaban los castizos antes de la conquista y colonización y está basada en el régimen de conocimiento de la religión, “que sitúa a los linajes cristianos puros encima de los linajes manchados por los conversos (judíos bautizados, musulmanes o indios)” (2000: 58), órdenes clasificatorios que primaron en los primeros años de la colonia. Su genealogía muestra también la connotación moral de esta etiqueta, asociada primero con el desorden y el malestar político y, más tarde, con la sexualidad a la que se asocian etiquetas racistas como la de mestizo o, en el siglo XIX y XX, la decencia de los grupos de poder. 

La autora hace mención a que, si bien la emergencia de la razón científica “desafió a la fe cristiana como última forma de conocimiento”, en lo que refiere al racismo afirmó la colonialidad de las instituciones europeas. “La colonialidad, inscrita en nociones científicas de evolución, posibilitó, por ejemplo, campañas liberales a favor de la reproducción efectiva de la semejanza europea”. Junto con ello, las políticas educativas lideradas por los gobiernos liberales en el siglo XX (se refiere al caso peruano) también fueron racistas porque intentaron extirpar estilos de vida, aunque algunas estuvieran inscriptas en políticas indigenistas esencialistas de “respeto” a las culturas nativas, que en el fondo trataban de mestizar a los indios a través de la educación como dispositivo biopolítico [2]. Esto, posteriormente, se combinó con otros regímenes de conocimiento como el de la Modernidad y el Desarrollo que también, basados en diferentes tecnologías de poder como la “instrucción al ciudadano”, el “desarrollo rural” y el “desarrollo nacional”, estuvieron fuertemente imbricados con la inferiorización del “interior”, al que había que “modernizar”. Todo ello implicó la progresiva extirpación de las culturas nativas o diversas formas de integración subalternizada.

Para De la Cadena, en los dispositivos modernizadores y de desarrollo, que en la retórica planteaban la valoración de las culturas nativas, lo que se buscaba era “mejorar (esto implicaba modernizar) los estándares de vida del campo para así contener la migración indígena a las ciudades”. Idénticas preocupaciones pero vinculadas no tanto con los “indígenas” y sí con la etiqueta de las “poblaciones del interior” o “poblaciones rurales”, las encontramos en la Argentina en la primera mitad del siglo XX, donde, ante la amenaza del despoblamiento [3] y al mismo tiempo las migraciones a las ciudades, se desarrollaron dispositivos para “educar”, “civilizar” a esas poblaciones y darles “herramientas de desarrollo”, como la mejora del “rancho rural”, con fuertes contenidos raciales [4]. «Etimológicamente, ‘mestizo’ se deriva del latín mecere, mover, inquietar, mezclar por agitación. Contrariamente al vocablo castizo —que significaba originalmente limpio, propiamente situado y moralmente apto— los mestizos connotaban ‘mezcla’ e ‘impureza’. Pero lo que los mestizos ‘mezclaron’ y que atrajo tales connotaciones no dependió de sus cuerpos individuales. La animosidad colonial para con los mestizos tenía que ver más con ideas de desorden y malestar político asociadas a estos individuos como grupo social que con el rechazo a la mezcla de cuerpos o culturas previamente separadas. Etimológicamente, el vocablo, pues, alude a la perturbación del orden social por mezcla o combinación con individuos fuera de la categoría a la que uno pertenece (Corominas, 1980: 315). Como ya se ha señalado, los mestizos denotaban ‘ausencia de ubicación dentro de un escenario legítimo’ y representaron ‘un desafío a la categorización’ (Schwartz y Salomón, 1999: 478). Lo que quisiera es enfatizar que el nacimiento de un individuo de sangre mezclada (como Garcilaso) no era el único o el más perturbador origen de los mestizos. Estas etiquetas podían reflejar también un cambio de estatus, el cual a su vez podía resultar de la decisión política de un individuo (o grupo) de transgredir el orden colonial y sus clasificaciones» (De la Cadena, 2006: 59).

El segundo régimen de conocimiento surge de la ciencia del racismo europeo, donde se vincula la noción de raza a la de biología y cultura, asociado con el discurso civilizatorio neocolonial y, más tarde, con el de la Modernidad y el Desarrollo [5]. Al referirse a estos dos regímenes de conocimiento, la autora propone hablar de la hibridez epistemológica del mestizaje. Considera que “la hibridez […] es estratificada y se extiende tanto vertical (mezclando formas de conocimiento del ‘pasado’ y ‘presente’) como horizontalmente (mezclando las categorías que estas formas de conocimiento separan)” (2000: 61), como las de naturaleza/biología e historia/cultura.

Esta manera de mirar y analizar: «la raza, proporciona un mejor acercamiento a las conexiones entre el concepto de raza y las maneras de conocer, permitiendo así una mejor comprensión de la idea de que ni la raza ni el racismo sólo reclaman los cuerpos. Ambos saturan las instituciones modernas, coloreando una amplia gama de prácticas que van desde el Estado y sus más ‘inocuos’ mandatos (como la ‘educación’ […] hasta los mercados neoliberales y la investigación farmacéutica en laboratorios (a través de ideas de “medicina racial”). La conexión entre la raza y el conocimiento también moldea subjetividades íntimas. Como concepto, la raza excede el empirismo clasificatorio que ésta expresa a través de la “biología” o la “cultura”, al igual que la raza excede los cuerpos que declara poseer. Su poder de descalificar se encuentra genealógicamente inscrito en la estructura de sentimientos que combina creencias en jerarquías del color de piel y creencias en la superioridad natural de las formas ‘occidentales’ de conocimiento, de gobierno y de ser» (2000: 79).

La genealogía que realiza Marisol de la Cadena de la palabra mestizo habilita cierta inteligibilidad para, a partir de una teoría política de los conceptos que propone como abordaje metodológico, entender ciertas construcciones conceptuales que aparentan no tener una carga racial, como por ejemplo la de “migrante interno” en la Argentina, pero que sí la tienen. Esta categoría pertenece a diversos “regímenes de conocimiento”, como los de la Raza, la Modernidad, el Progreso, y es posible su desnaturalización a través de una teoría política genealógica de los conceptos y las formas en las que éstos se encarnan en ciertos sujetos y no en otros, así como en los equívocos que esas formaciones discursivas ponen en evidencia. 

Para de la Cadena, los múltiples significados de las etiquetas de identidad, así como las diferentes acepciones que a lo largo de la historia ha tenido la palabra mestizo y mestizaje, junto a los esfuerzos por separar y clasificar —es decir purificar identidades— a través de la supresión (o deslegitimación), se pueden abordar a partir de lo que llama el análisis de políticas conceptuales. A medida que se develan las relaciones sociales que establecieron la definición se la desnaturaliza y, de esa forma, se hace posible una legítima resignificación” (2006: 55). Ciertos conceptos de las ciencias sociales argentinas, como “migrante interno”, tiene un fuerte carácter racial neocolonial asociado con el racismo indio, de manera indirecta o directa.

El posicionamiento teórico sobre el racismo que se propone en este artículo se nutre de este análisis genealógico que realiza de la Cadena y adiciona también elementos de aquellos pensadores latinoamericanos que observan cómo las relaciones sociales de dominación en el marco de las repúblicas postcoloniales están insertas en relaciones racializadas entre los sectores poseedores de la tierra y las poblaciones nativas. Lo que llaman neocolonialismo, colonialidad del poder o racismo antiindígena, en forma llana.

La genealogía que realiza esta autora de la palabra colonial “mestizo” va más allá de la constatación de Hall (1978, 1980, 1993) sobre las diferentes acepciones del racismo y la ancla en un período anterior a la ilustración y a la conquista de América, donde coexisten la tradición cristiana y la de la ciencia europea que construye las razas, junto al discurso de la modernidad y el progreso, el desarrollo o la civilización, como formas discursivas de descalificación de toda forma de vida no europea. Esta genealogía termina de cerrar este círculo mostrando cómo es posible explicar el racismo a partir de observar la conexión entre ciertos regímenes de conocimiento y veridicción, como diría Foucault (1992), que hacen inteligibles los vínculos entre los discursos civilizatorios, de la modernidad, el desarrollo y el neoliberalismo, junto a la persistente práctica del racismo indio. Este racismo está vinculado con cuestiones de moralización y atribución de responsabilidad en el caos y la perturbación del orden, endilgado usualmente a ese “otro” racializado. Éste no necesariamente tiene ese nombre, el de mestizo, o se corporiza en un sujeto que asume esta identidad: el indio. Se puede llamar, conceptualizar o nombrar de diversas formas como “campesinos”, “migrantes internos”, “cabecitas negras”, entre otras categorías argentinas vinculadas con el racismo que llamo indio.

En mi caso, estudio distintas categorías nativas que muestran este tipo de racismo localizadas en diversos momentos históricos, acontecimientos y localizaciones en la Argentina del siglo XX y parte del XXI.

En otro registro de los equívocos de ciertos conceptos asociados al régimen de conocimiento del racismo, como la palabra “étnico”, había notado que se usa en Suramérica y en Argentina en particular, para designar los grupos de ascendencia indígena o africana, pero no así para otros colectivos identitarios. Esto a pesar de que las definiciones científicas menos esencialistas lo plantean como una relación dialógica y contrastiva, como el caso de Barth (1976), entre grupos humanos en general [6]. Notaba que el uso científico de lo étnico se reservaba para el estudio de grupos sociales subalternizados y racializados en la vida cotidiana, generalmente de origen indígena. Indagando sobre la genealogía de la palabra “etnia” descubrí que en sus primeros orígenes está asociada a lo pagano, a lo bárbaro y luego más tarde, en el siglo XX, a lo tradicional, las culturas inferiores, lo folk. De esa manera lo étnico —en el campo de las ciencias antropológicas y biológicas—, vino a suplantar la palabra raza que había caído en desgracia, luego de la derrota del nazismo alemán. Sin embargo, se mantuvieron regímenes de conocimiento similares, apareciendo como nuevo la preocupación por lo folk, desde un pensamiento evolucionista que pretende rescatar o estudiar los resabios “arcaicos” de un pasado no moderno. Veamos la etimología de la palabra étnico: “étnico”, en 1617 (“pagano”, segunda mitad del siglo XVIII). Esta palabra es tomada del griego etnikós, que significa “perteneciente a las naciones”, derivado de éthnos, —“raza, nación, tribu”— (Corominas, 2003: 260). Por otra parte, en la genealogía de ciertos conceptos que hace Raymon Williams (2013) aparecen los sentidos anglosajones de lo étnico (ethnic en inglés) vinculados con lo bárbaro, lo pagano asociado intrínsecamente a lo racial, para “razas inferiores” y, en la actualidad, para los hábitos tradicionales vinculados a la idea de folk. Según Williams, étnico pertenece al inglés desde mediados del siglo XIV y deriva de la palabra ethnikos, bárbaro (hethen) en griego clásico: «Se usó ampliamente en los sentidos de bárbaro, pagano o gentil hasta el S19, cuando estos fueron substituidos en términos generales por los de una característica RACIAL […]. En los Estados Unidos étnico […] llegó a usarse como un ‘‘término cortes para designar a judíos, italianos y otras razas inferiores […]. Entretanto, a mediados del S20 reapareció lo étnico, probablemente como consecuencia del anterior uso norteamericano de étnico (ethnics), en un sentido cercano a FOLK» (Williams, 2013: 132).

Vemos en la genealogía de la palabra “étnico” explicaciones para entender por qué está fuertemente racializada en la práctica de su uso científico en Argentina, en el sentido que se usa sólo para los colectivos identitarios subalternos. Su etimología muestra que la categoría “étnico” también está vinculada, como la de mestizo, con el régimen de conocimiento de la fe cristiana al asociársela primeramente a lo pagano, a la idea de bárbaro —que luego se constituye como la contracara del discurso civilizatorio del siglo XIX y del XX—, también a la ciencia de lo racial y a razas consideradas “inferiores”. El componente racializado y asignado a “clases populares” o subalternas de lo folk en lo étnico, que se produce posteriormente y que se visualiza en su genealogía inglesa, se observa cuando se historizan en la Argentina algunos dispositivos de mestizaje, como los ocurridos en los Valles Calchaquíes de la provincia de Salta y Tucumán a mediados del siglo XX, donde aparece la idea de comunidades folklóricas más que indígenas (ver Chamosa, 2008; Cortázar, 2008). 

Otra etiqueta del régimen de conocimiento del racismo argentino es la de bárbaro, que encarna una alteridad radical a la “civilización”, el “progreso” y la “modernidad”, fuertemente racializada. En el régimen de conocimiento racial nacional, lo bárbaro se adjudicó a los caudillos del interior, también a los federales [7] por oposición a los unitarios del puerto de Buenos Aires, durante la segunda mitad del Siglo XIX, en las guerras internas postcoloniales. Luego —en la primera mitad del XX— lo bárbaro se adjudicó a los gauchos, al interior en general, a los migrantes del interior, a los llamados “cabecitas negras” y ahora, en algunas conceptualizaciones, a los piqueteros, movimiento de trabajadores desocupados visibilizados a finales de los 90. Haremos un análisis muy somero de este régimen de conocimiento, el de civilización o barbarie, puesto que es constitutivo de los mitos de la construcción de la nación argentina como una nación blanca no india.

Creemos que la construcción discursiva en la Argentina de civilización y barbarie se ancla en procesos de larga data y en dicotomías socioétnicas fundantes de la “nacionalidad”, propias del contexto argentino. Por otro, estas clasificaciones están fuertemente atadas a lo que Norbert Elías (1993 [1977]) ha denominado configuraciones sociales de los afectos diferenciadores entre estamentos y/o clases que constituyen configuraciones sociales [8], propias de cada contexto histórico. Hemos pensado estas relaciones de poder/dominación/interdependencia como configuraciones sociales y culturales. La idea/noción proviene de diversos autores, pero aquí nos centramos en la visión de Elías, resignificándola. Las configuraciones conforman sistemas de interdependencia y vínculos recíprocos que, a través de mutuas constricciones morales y de habitus variados, se mantienen a lo largo tiempo [9]. Creemos que esta idea/noción complementa la visión de las relaciones de dominación de clase y nos permite entender también otros vínculos de subordinación/dominación/interdependencia, como las relaciones raciales entre etnias o entre provincianos y capitalinos. Nos permite observar en ellas la autoconciencia relacional que las clases despliegan, así como sus estilos de vida contrastivos, mirando algunas clasificaciones fundantes argentinas que a nuestro juicio constituyen configuraciones sociales: de civilización y barbarie; entre lo “blanco”, lo “mestizo” y lo “indio”; entre el puerto de la ciudad de Buenos Aires y las “provincias” o el “interior” o “los migrantes internos” [10] —entre otros tantos ejemplos paradigmáticos de clasificaciones dicotómicas fundantes o categorías nativas de la sociedad argentina propias de la idea de nación—.

Una salvedad importante. La construcción hegemónica de la elite porteña acerca de la inferioridad de ciertas poblaciones, no se construyó únicamente con base en esta dicotomía, la de “civilización” y “barbarie” (encarnada en la “población del interior” en términos genéricos). En su momento, la oligarquía porteña, a principios del siglo XX —luego de que la inmigración de ultramar modificara demográficamente la estructura social de la Pampa húmeda— comenzó a denostar a los “italianos pata sucias”, frase que resumía despectivamente a los obreros italianos insurrectos frente a las condiciones de explotación de la fuerza de trabajo, a las que se le aplicó la llamada Ley de Residencia para expulsarlos o neutralizar el conflicto entre clases sociales. Esta construcción discursiva y de clase se fue desdibujando a medida que se producía la conformación de una importante clase media, hija de estos migrantes de ultramar, durante mediados del siglo XX.

Para Elías además, las formas de diferenciación y construcción de estilos de vida de los grupos de mayor poder se van convirtiendo paulatinamente en las más consensuadas y aceptadas y se expanden a las otras clases, hasta que se adoptan como características nacionales, o lo que él llama “unidades sociales nacionales”, donde son fundamentales “las formas de organizar la economía afectiva” o los esquemas por «los cuales se modela la vida afectiva [11] del individuo a través de una tradición que se ha hecho institucional […]» (1993 [1977]: 81). En esta expansión, para Elías son importantes, entre otros procesos, los movimientos de colonización hacia otros territorios de países como Inglaterra o Francia y las formas de expansión de la construcción de las naciones en su génesis. Entiende la “civilización” como aquello que resume la autoconciencia occidental. En ese devenir, se produce la imposición y expansión de estas formas de vida como las naturales. Si bien Elías no habla de racismo, creemos —como muchos otros autores— que en este proceso del devenir histórico “civilizatorio” eurocentrado, la racialización, estigmatización y construcción de dicotomías duales, entre los civilizados y los bárbaros, se ejerce como una fuerte violencia racializada civilizatoria sobre un sinnúmero de sujetos —que encarnan la barbarie—, según las épocas y los contextos históricos. La barbarie incluye un arco amplio de sujetos, focalizaremos en algunos, como el caso de “los migrantes internos” a Buenos Aires, o los criollos, mestizos del “interior”, o los “coyas” y “gauchos” de Salta.

Creemos que esta representación binaria atraviesa, con otras posteriores como la de modernidad y tradición, la invención del Estado y expresa ciertas configuraciones de clase, de alta densidad sociológica. A fines del siglo XIX, la propuesta de Domingo F. Sarmiento, presidente argentino de la época, era que se “debía abonar el suelo con sangre indígena”. Al resto de la población había que integrarla por medio de la educación y las normas de profilaxis social e higiene pública. Esto se hizo principalmente a través de la escolarización masiva y gratuita y los procesos de urbanización, bases de las políticas filantrópicas, asistenciales e integracionistas. A nivel del discurso político hegemónico, este asunto se constituyó en una “cuestión social” y en “un problema” o en problematizaciones que se encarnaban, por ejemplo, en la llamada barbarie del interior, la “reducción de los indígenas” y la integración subordinada de los trabajadores criollos (Bialet Massé; 1984) y/o pobres. Todos en los “márgenes” del sistema. Las maneras de resolver los riesgos de fractura social y política fueron variadas: las guerras de exterminio contra la barbarie en la frontera sur y en el Chaco, la integración de los pobres e indigentes de manera subordinada a partir de políticas de beneficencia y filantrópicas, el servicio militar obligatorio, entre otros. Ésta implicó un proceso de “modernización” que trajo como consecuencia la ruptura de muchas de las relaciones primarias, comunales y locales de las poblaciones del “interior”, junto a la expropiación de sus territorios, produciéndose una progresiva asalarización e “integración cultural”, las más de las veces con fuerte violencia física y simbólica. El resultado de esta violencia civilizatoria fue la generalización e imposición de los valores de la cultura de la clase “blanca” pampeana, aunque también hubo diversas formas de resistencia.

Es llamativo como a pesar de la fuerte crítica a la idea de barbarie asignada a las clases subalternas, ésta se mantiene en el lenguaje de algunos cientistas sociales argentinos, ya entrado el siglo XXI. Consideramos que una de las configuraciones de poder más fuertes de la Argentina —en el sentido de Elías— es el entramado que se sintetiza entre capitalinos y provincianos, sobre todo de las provincias del Norte. Sabemos por Elías que entre las formas de distinción social de las clases superiores existen relaciones de subordinación entre los polos de la configuración y que los primeros tienden a constituirse como un grupo que construye una imagen de un “nosotros” enaltecida, superior y ejemplar, la que se expresa en sus prácticas, sus gestos, sus posturas y sus formas de nombrar. Esto muestra la dimensión moral de las relaciones de poder proyectadas en el espacio social (Neiburg, 1998).

Consideramos que una de las configuraciones fundantes de la Argentina como nación es la que está constituida por la elite de poder porteña y su clase media [12] en general y la intelectual en particular, que reside en esa ciudad. Por el otro lado de la red en la jerarquía inferior, se encuentran las poblaciones de las “provincias” en general, las “provincias del norte” en particular, encarnadas en los “cabecitas negras” [13] o también llamados “migrantes internos” que se radican en esa ciudad. Los migrantes internos es una nominación del sentido común y de las ciencias sociales porteñas, para nominar a los venidos de las “provincias” a la ciudad de Buenos Aires.

Lo criollo, otra categoría del mestizaje local, por otra parte, abarca un arco complejo de significados que van cambiando a través del tiempo y dependen del contexto histórico y relacional. Al principio según los diccionarios, criollo seria la persona nacida en el continente americano, pero con un origen europeo. A diferencia del indígena, el criollo (del portugués crioulo, y éste de criar) tiene ascendientes europeos. Posteriormente, criollo se comenzó a usar para hijos de españoles y nativos, por lo que adquirió un matiz racializado con respecto a lo indígena. Este último sentido fue apropiado para nominar, por ejemplo, a los héroes de la independencia en las luchas anticoloniales y postcoloniales (criollos contra españoles). Este uso de criollo, por ejemplo, es apropiado por ciertas elites provincianas que se autodenominan criollas, haciendo alusión a este linaje “patricio” (anticolonial). Pero también, lo criollo se usa en Buenos Aires para hablar de sectores subalternos pobres “venidos de provincias” o en Salta para pastores de ganado con ascendencia española que conviven con “indígenas” wichís, en el departamento de Anta. Criollo es entonces una categoría nativa argentina con diversas acepciones según los espacios sociales y los contextos de lucha. Desde ser de ascendencia española, nacidos en América, hasta llegar en la actualidad a significar, en términos genéricos, lo mestizo de indio o negro, grupos que tienen la piel oscura.

Este análisis nos muestra también las diferentes matrices de alteridad étnico-social en la construcción geopolítica de la Argentina a las que se refieren Briones (2005 y 2008), y la forma como la construcción de esas matrices tiene centro en la ciudad de Buenos Aires. Ciudad que por razones histórico-políticas se atribuye y se ha ganado (como producto de la derrota en sus guerras contra los federales en el siglo XIX) la posición de ser la “hibris del punto cero” –glosando a Castro Gómez (2006)– de la civilite o de los “buenos modales”, en la configuración de las clases sociales hegemónicas. En este sentido, siguiendo a Briones (2008), es necesario visualizar las economías políticas de producción de diversidad cultural, lo que remite centralmente a ver cómo ponderaciones culturales de distinciones sociales rotuladas como “étnicas”, “raciales”, “regionales” o “nacionales”, proveen medios que habilitan o disputan modos diferenciados de explotación económica y de incorporación o exclusión política e ideológica y de la fuerza de trabajo o de la ciudadanía.

Existen estudios que abordan temas similares de este tipo de racismo en Buenos Aires, a partir de observar la discriminación vinculada a aspectos fenotípicos como el color oscuro de la piel de habitantes en esa ciudad (villeros, migrantes bolivianos, peruanos o migrantes de provincias del norte). Estudian como ciertos estilos de vida estigmatizados están atados con sectores históricamente subalternizados, que se anclan en la colonia, denominando estas formas de racismo como «racialización de las relaciones de clase» (Margulis y Urresti et al., 1998; Margulis, 1998; Margulis y Belvedere, 1998). Otra conceptualización en nuestra misma línea es lo que desarrolla Claudia Briones (2005 y 2008) y la llama la «interiorización o negación de las líneas de color», inspirada en Ratier (1971a). Estos estudios abonan reflexiones teóricas y empíricas en la misma línea de observación de la nuestra e indagan sobre las raíces históricas de estas construcciones vinculadas con la dicotomía fundadora de la Argentina “moderna”: civilización o barbarie. Sin embargo, a la hora de hablar de la migración interna, o las poblaciones del interior, no logran explicar el linaje de estas formas de racismo en relación con lo indio, aunque hacen referencia a lo mestizo, criollo o líneas de color del “interior”.

Estos estudios aportan importantes reflexiones a las formas en que aparece esta discriminación o racismo, pero no la pueden llamar por su nombre, encontrando como sujetos de esa racialización palabras como “provincianos”, “interior”, “migrantes de países limítrofes” o “migraciones regionales”. Se observa en este último caso que existen equívocos en el discurso, puesto que no todas las migraciones de países limítrofes son racializadas (por ejemplo, la uruguaya a Buenos Aires), ni todas las migraciones de las provincias a esa ciudad lo son.

Otra constatación que surge del estudio de los textos que tratan temas de estructura social, referida a las clases subalternas, es que estos están atravesados en general por la referencia a la construcción de sujetos políticos. Sobre todo, debates acerca de protagonistas paradigmáticos del partido peronista de mediados de siglo XX (como los “cabecitas negras”) y del presente (como los “piqueteros” que cortan calles en la ciudad de Buenos Aires, demandando distintos derechos conculcados). Esto significa que muchos de los análisis subsumen las temáticas referidas a las clases o estratos sociales subalternos a la discusión acerca de la conformación de esos sujetos políticos, los que son vistos como alteridades amenazantes. Podríamos decir que los análisis sobre estructura social no pueden obviar las reflexiones acerca de las luchas entre clases y la manera en que ésta se manifiesta históricamente en el campo político (Álvarez Leguizamón, 2016).

Otra tematización donde se presentan equívocos del orden de conocimiento de lo racial, fue la división disciplinar para estudiar a las migraciones en la Argentina, entre la historia social, la antropología y la sociología. La primera preocupada sobre todo por la influencia de las inmigraciones de ultramar de principios de siglo XX europeas y los procesos culturales de asimilación. Por otro, la antropología y la sociología problematizan las llamadas migraciones internas. Este campo de conocimiento que no estudia los movimientos de la población argentina en su interior, o entre distintas regiones o jurisdicciones políticas, se refiere exclusivamente a la migración de poblaciones “de provincias” o rurales, a la ciudad de Buenos Aires. En el caso de la antropología, fue sobre todo la especialización de la antropología urbana quien primero tematizó este asunto en la Argentina y América Latina (Ratier, 1967, 1971a; Álvarez Le- guizamón, 2010; Guber, 1999; García Canclini, 1979; Gorelik, 2008) sobre todo las migraciones rural/urbanas.

En el caso de la sociología, esta problematización fue una de las tematizaciones más importantes del origen de la “sociología científica” argentina (Neiburg, 1998). Inscriptas en esta división social del trabajo científico están los sujetos e imaginarios que cada una de las ciencias sociales problematiza, aunque hay superposiciones. En el caso de la antropología, la “migración interna” encarna a la movilidad espacial de los llamados campesinos, indios, “mestizos” devenidos urbanos, anclada en preocupaciones sobre las pervivencias de la “tradición” en las ciudades. Mientras que la sociología preocupada por los procesos de “modernización”, tematizaba a esta movilidad espacial hacia la ciudad de Buenos Aries, preocupada por la “modernidad” y la pervivencia de los estilos de vida de estos sujetos, generalmente racializados, cuya cultura se presentaba como una traba para la “adaptación” [14]. Esta división del trabajo científico, para el caso de la antropología, se explica también por una visión romántica de las poblaciones rurales, indígenas o campesinas y, por oposición, una visión modernizante de la sociología, preocupada por los resabios de lo arcaico en los migrantes internos, categoría nativa argentina, científica y del sentido común, en cuyos sujetos se encarna un racismo indio particular de la ciudad capital de la Argentina.

Los equívocos personales sumados a las contradicciones o polisemias que encontraba en los usos de las categorías nativas y conceptos de lo criollo o lo mestizo, junto al uso sesgado del concepto de etnia referido solamente a lo subalterno y neocolonial, la división del trabajo científico con las migraciones, el fuerte racismo hacia las poblaciones llamadas “del interior” o de las “provincias del norte” en la construcción hegemónica de la nación Argentina, me fueron acercando a la idea de las configuraciones sociales racializadas de un racismo antiindígena particular. Además, había realizado en Salta investigaciones donde se evidencian configuraciones sociales de poder racializadas, vinculadas con etiquetas como “coya”, “gaucho”, “criollo” y “mestizo”, vinculadas todas con un fuerte racismo antiindígena. Todo ello me ayudó a deducir que, atrás de estos equívocos, polisemias y para algunos heteroglosias [15], se encontraba un fuerte racismo antiindígena. Indio en el sentido de clases subalternas que tienen algunas marcas en su cuerpo o en su pasado de su vínculo con esos ancestros. El color de la piel oscuro es uno de los elementos diacríticos, dirían los antropólogos, más fuerte de este racismo. Aunque también está asociado a estilos de vida particulares descalificados por la cultura dominante y a la persistente resistencia de algunos de estos grupos a la cultura “blanca”, a la “modernidad” excluyente y al “progreso”, que expropia sus medios de subsistencia, bajo variados procesos de desposesión.

Por otra parte, en lo que respecta al vínculo entre racismo y pobreza he venido investigando en las formas de gobierno de la pobreza, a partir de un análisis localizado de cierta biopolítica o lo que llamo focopolíticas de la gubernamentalidad neoliberal, en diálogo con Foucault (Álvarez Leguizamón, 2009, 2015, 2016). Encuentro en estos estudios que las poblaciones objeto de gobierno de la pobreza del presente son también racializadas. Para Foucault la biopolítica del siglo XIX (el gobierno de la población a partir del control de sus vidas) estuvo condicionada por la teoría biológica del evolucionismo y el darwinismo social, por lo que parte de sus análisis tienen que ver con la manera en que el régimen de conocimiento del racismo Europeo se encarnó en su contexto. Para Foucault (1992 [1976]: 266), éste “llego a ser con toda naturalidad, en el curso de algunos años, no sólo un modo de transcribir el discurso político en términos biológicos, y no sólo un modo de ocultar bajo una cobertura científica un discurso político [16], sino un modo de pensar las relaciones entre colonización, necesidad de las guerras, la criminalidad, los fenómenos de la locura y la enfermedad mental”. El racismo es un discurso de la biopolítica que él estudia como mecanismo al interior de los incipientes estados europeos, vinculado a la guerra interna y para regenerar la propia raza: “El racismo asegura entonces la función de la muerte en la economía del biopoder” (1992 [1976]: 267). 

A pesar de la riqueza heurística que tiene el concepto de biopolítica y su vínculo con el racismo, el análisis de las problematizaciones discursivas realizado por Foucault forma parte de un sustrato histórico explicativo, inscripto en el centro de sucesos de un colonialismo que invisibiliza la biopolítica colonial y neocolonial con países como los del continente americano. Ésta asume una forma particular, a veces opuesta a la que describe Foucault, para los casos históricos que estudia, tanto en sus inicios como en sus formas tardías. Sus estudios sobre el surgimiento de la biopolítica y de las distintas formas que adquiere, desde sus orígenes en Europa y en EEUU, hasta sus últimas investigaciones y estudios sobre el ortoliberalismo alemán y el neoliberalismo de La escuela de Chicago en EEUU (Foucault, 1997 [1963]), se inscriben en un contexto donde las políticas de la vida se piensan en términos endógenos a la propia “modernidad” colonial y a las rupturas genealógicas y problematizaciones del poder-saber que le son propias. A pesar de ello, pensar la biopolítica o los dispositivos sobre la vida y la muerte en su vínculo con el racismo en nuestros territorios es muy sugerente. Hemos desarrollado el concepto de “biofocopolítica” como dispositivo de gobierno del discurso del Desarrollo Humano (Álvarez Leguizamón, 2009). Creemos que hay partes de éste que se fundan en un racismo neodesarrollista, lo que nos permite suturar esta idea y aplicarla a las formas de producción de la vida y la muerte del neocolonialismo contemporáneo, de un racismo particular que estudiamos: el racismo indio argentino. Se trata de formas de dejar morir en grados diversos. Goffman (2006) abona esta idea planteando que el estigma es una manera de disminuir las posibilidades de vida de los seres humanos. El racismo indio y la focopolítica del Desarrollo Humano en forma velada, si uno los observa en la práctica, promueven medios de subsistencia “mínimos básicos” cercanos a la muerte, que finalmente dejan morir (Álvarez Leguizamón, 2015).

El racismo indio se expresa de diversas maneras. Por ejemplo, en Salta el gaucho que estaba vinculado con lo mestizo y lo “no decente” –a mediados del siglo XX– podríamos decir que en estos tiempos que comienza a “decentearse” o convertirse en una suerte de “indio permitido”. En Salta también los habitus neocoloniales se pueden observar en las prácticas de los dueños de las haciendas de la primera mitad del XX, o en las de las “damas de la beneficencia”, las patronas de los hogares. Estos vínculos refuerzan el racismo indio en el mundo de lo doméstico, de lo íntimo, donde se expresa en la relación patrón/peón o patrón/patrona/ chinita, nombre local para designar las trabajadoras domésticas que eran traídas de las fincas a las casas de la ciudad a trabajar sin salario (Álvarez Leguizamón, 2004). Ahora, como a principios del siglo XX, se vive un proceso de ensalzamiento de lo gaucho [17] pero del “gaucho decente”, nominación para referirse a los dueños de las fincas que se visten de gauchos (Caro Figueroa, 1970; Villagrán, 2013; Álvarez Leguizamón y Villagrán, 2010; Palermo, 2011) o al gaucho “permitido”, aquel que no reclama el derecho a la tierra. El actual gobernador de Salta, Juan Manuel Urtubey, proveniente de estas familias, se viste de gaucho y encabeza a caballo el desfile del 17 de Junio que conmemora al héroe Gaucho Martín Miguel de Güemes. En un proceso de más larga data se puede observar cómo se subsume lo gaucho con Güemes, en una visión conservadora y blanca del gaucho (Villagrán, 2013).

El racismo indio aparece con fuerza en eventos críticos (Das, 1996) como la epidemia del cólera de 1987, la toma del parque Indoamericano en Buenos Aires, la resistencia de poblaciones indígenas ante la expansión de los cultivos de soja transgénica en el norte argentino, o el levantamiento policial seguido de saqueos recientemente.

El indio interior en la construcción de la Nación no sólo está vinculado con lo indígena en términos genéricos, sino con la subsunción de lo indio a las provincias del interior (sobre todo del norte) y con clases sociales subalternas obreras, que producen amenazas a la ciudad “blanca” de Buenos Aires. El indio exterior está subsumido en el migrante peruano y boliviano, sobre todo proveniente de áreas andinas. Aquí encuentro semejanzas entre las diferencias de clase, étnicas y procedencia geográfica andina que hace Aníbal Quijano (2014) en un estudio sobre marginalidad, tomando como ejemplo una Villa en Lima, “Villa el Salvador”. Dice Quijano al referirse a estas poblaciones nominadas como de “sectores populares”: «No sólo y no tanto por el nivel de ingresos y los estándares de vida, sino porque allí no habitan la burguesía y las capas medias que, faute de mieux, pueden ser llamadas europeizadas, tanto porque su cultura tiene ese sello, como porque procuran diferenciarse de las gentes de procedencia ‘andina’ (término que se hace equivalente de ‘indio’ o ‘cholo’) ‘ablancando’, i.e. ‘europeizando’ su autoimagen e identidad» (2014: 239).

Desde el punto de vista socio-antropológico de categorías nativas racializadas como “cabecita negra”, ésta en Buenos Aires se resume en la de migraciones internas. Los análisis tienen un viso científico que alude a la movilización de población, pero tienen embutido un fuerte componente racializado. En Salta encontramos distintas formas de nombrar y caracterizar al indio interior salteño: el cholo, la chinita, el coya, el gaucho, etc. Existe también un linaje fuerte entre lo andino y el indio interior en Argentina, como vimos. Considero que la región ecológica social de lo andino (para llamarle de alguna manera) y sobre todo la que se ha constituido luego del Estado nación argentino en la llamada “región noroeste”, o también denominada como “provincias del norte” o la “región NOA” (Pantaleón, 2009; Martínez, 2010; Neiburg, 1998) se asocia desde Buenos Aires al indio interior en la Argentina. Esta es una forma de neocolonialidad —en el campo de las ideas y de las prácticas—, que implica actitudes, gestos que dan cuenta de la creencia en la superioridad de las poblaciones y mixturas producidas en la pampa húmeda por la migración extramarina europea y la inferioridad de las mixturas de distintas poblaciones con las culturas nativas de los Andes —en su sentido amplio—, de la puna y de las quebradas y de las pampas y valles fértiles. La clasificación tipológica a la que remiten los Andes es a la del “coya”, o “los negros del interior”, o los “cabecitas negras”, según las épocas y lugares.

La problematización del indio interior no es siempre explicita, pero sale a la luz en diferentes acontecimientos. Está presente en la transcripción oculta del trato diario de las élites y también los sectores medios, en la intimidad con lo doméstico o también en las actitudes de la vida cotidiana, es una forma de transcripción oculta (Scott, 1990) que no es vista como políticamente correcta, pero que se mantiene en la cultura local. Muchas de estas creencias y prácticas descalificantes conforman un habitus colonial moderno [18] que reproduce el mito fundante de la Argentina basada en el blanqueamiento o la limpieza de sangre (Castro Gómez, 2000, 2005; Mignolo, 2001).

Por otra parte, este racismo indio es también practicado por las clases medias que se dicen ciudadanas y republicanas, algunas también que se autodenominan progresistas o de izquierda y entre los propios grupos subalternizados. El indio interior se vincula fuertemente a la delincuencia, la violencia urbana, a las poblaciones que vienen del norte del país y, en el caso de la Salta, que me sirve de referencia para estas reflexiones, a las poblaciones del interior andino o chaqueño y las poblaciones que viven en villas.

© Oscar Gonzáles (www.guache.co)

A modo de conclusión

Considero que podemos encontrar diferentes tipos de racismo indio en Buenos Aires, en ciudades de provincia y en Salta, espacio social objeto inicial de estas reflexiones. Para dar sólo algunos ejemplos que resultan significativos y de alto valor explicativo, tenemos la dicotomía centro/ interior, encarnada en el migrante interno y epitomizada en el cabecita negra, que remite a una configuración social de poder fundante de la nación argentina entre clases sociales: los blancos de clase media y alta de la ciudad de Buenos Aires y poblaciones del interior de piel oscura. Por otro encontramos algunas homologaciones del sentido común que permiten estudiar la diversidad en que se expresa el racismo indio como, por ejemplo, la mimesis entre lo andino, lo indio y la Puna o, por ejemplo, la asociación entre el villero vinculado con su piel oscura y la saturación entre el villero y lo negro, o más crudamente “el negro de mierda”, expresión despectiva con la que personas de la élite se refieren a las personas racializadas. Otro ejemplo de mimesis del racismo indio son los llamados “migrantes internos” a Buenos Aires, que son visualizados y temidos por su ascendencia nativa, al igual que en las capitales de provincia donde las etiquetas para estos migrantes en Salta son, por ejemplo: coya, gaucho, mestizo, entre otras categorías del régimen de conocimiento de este racismo. Otra forma muy importante de racismo indio es el ejercido contra las poblaciones provenientes de Bolivia, Perú y en menor medida Paraguay, fuertemente descalificados y denominados por las ciencias sociales “migraciones regionales” o “limítrofes”. Éste es un eufemismo para referirse a las poblaciones de países asociados a la tradición andina, porque las migraciones uruguayas a Buenos Aires, por ejemplo, que son significativas, no son racializadas. Vemos entonces que hay diversas formas en que se expresa el racismo indio en la Argentina en su vínculo con configuraciones sociales de clase, localización geográfica, así como con sus orientaciones políticas.

Note
[1] Ver los primeros desarrollos de esta idea en Álvarez Leguizamón e Ibarra en Álvarez Leguizamón et al. (2015).
[2] La autora se refiere a la noción de biopolítica de Foucault (2007 [1978-1979]).
[3] Para un análisis de la problematización del “despoblamiento y el origen de las estadísticas en la Argentina, ver Pantaleón (2009).
[4] En Aguilar (2014) se puede observar como el “rancho del interior” es visto como una amenaza a la “higiene” y la “modernidad” que promovían los legisladores nacionales, durante la década de 1930.
[5] Esta idea se desarrolla en el siglo XIX donde se encuentra suturada la mezcla de los discursos de“cultura” y “biología” y que numerosos autores han identificado como las nociones que moldean la raza (Goldberg, 1993; Stocking, 1994; Stoler, 1996; De la Cadena, 2000; en De la Cadena, 2006: 79).
[6]  En este mismo sentido, para Garces et al. (1999) “Lo étnico, otro parámetro en los estudios sobre la cultura urbana en los Andes, tampoco resultó ser una variante unívoca. Lo que se entiende por ‘indígena’ desde ‘afuera’ y desde ‘adentro’ estuvo siempre sujeto a redefiniciones. Depende de procesos de mutua demarcación; de una dinámica conflictiva de autodefinición y revalorización, o por el contrario desvalorización de lo indígena, como también de lo mestizo y lo cholo” (Bustos, 1992: 182-188; Selverston, 1997). “Muchos quiteños suelen hablar de ellos si hablan de los indígenas. Pero hablan de nosotros, en oposición a los Españoles concebidos como ellos, si se refieren a la conquista. Es dentro de este flujo de identificaciones y demarcaciones que se constituye lo ‘real’ del indígena, del mestizo y del cholo”.
[7] Los federales es una manera genérica de nombrar a los movimientos sociales de poblaciones que, desde la independencia de la corona española y durante el siglo XIX, se oponían a la centralidad de Buenos Aires, sobre todo a su pretensión de cobrar impuestos que sólo los beneficiaban a ellos. Estos territorios luego constituyeron las provincias argentinas, sobre todo del centro y norte del país.
[8] Según Elías (1996 [1969]), las configuraciones sociales explican procesos históricos donde existen relaciones de interdependencia entre grupos sociales, con diferenciales de poder, que se mantienen en el largo tiempo, que implican mutuas constricciones y diferenciaciones entre clases y estatus, de gustos y autoconstricción de comportamientos o diversos “sistemas de los afectos”, cuya construcción tiene un proceso de larga data.
[9] Para Neiburg (1998) la idea de configuración de Elías remite, en un sentido durkheimiano, a un entramado de relaciones interdependientes pero, allí su distancia de aquel, los lazos de la trama remiten indefectiblemente a relaciones de poder, constitutivas de cualquier relación social. A lo largo del proceso civilizatorio se generan configuraciones específicas y dominantes que dan el tono al tipo de vínculo primordial. En esa trama los lazos que vinculan y separan a dominantes y dominados, establecidos y outsiders (inter e intra), son de densidad y rigidez variable. Mientras más marcados los diferenciales de poder entre los primeros y los segundos, los primeros tienen a construir lazos sociales intensamente cohesionados y, a su vez, diversificados. Los segundos, en cambio, están unidos entre sí por lazos más débiles y escasos. Por lo anterior, en grado variable según la subordinación generada, los primeros tienen a constituirse como un grupo que construye una imagen de un “nosotros” enaltecida, superior y ejemplar que se expresa en sus prácticas, sus gestos, sus posturas, sus formas de nombrar, etc. (Neiburg destaca la dimensión moral de las relaciones de poder proyectadas en el espacio social). En ese mismo proceso, se construye a los dominados como aquellos carentes de tales virtudes morales. Los “otros”, entonces, son estigmatizados, marcados como aquellos de calidad humana inferior (Neiburg, 1998).
[10] Así nominados por la ciencia social a quienes migran de las “provincias” a la ciudad de Buenos Aires, sobre todo personas de piel oscura.
[11] Los sistemas afectivos para Elías incluyen las diversas formas de la modelación de los comportamientos, actitudes, lo que ahora denominaríamos estilos de vida, las diversas maneras de contener los impulsos, las restricciones entre los comportamientos intersubjetivos e intrasubjetivos —muchas veces opuestas entre grupos dicotómicos como la aristocracia y la burguesía en Alemania, o entre la idea de civilización y cultura o entre civilización y barbarie—.
[12] No toda la clase media forma parte de esta configuración, hay sectores que la interpelan a partir de diversas estrategias políticas. Pero es general el desconocimiento y el desdén, a veces disimulado, hacia provincianos como yo que soy del norte del país, incluso por parte de intelectuales que se dicen progresistas.
[13]  Epíteto sociopolítico que nomina a los obreros y trabajadores precarios que ocuparon la plaza de Mayo, el 17 de octubre de 1943, para liberar al General Perón de la cárcel, provenientes en su gran mayoría de otras provincias.
[14] Resultan ilustrativas a este respecto los análisis de Gino Germani.
[15]  Me refiero aquí al uso que hace Margulis de los sujetos subsumidos en el racismo porteño.
[16] El racismo en la Argentina está fuertemente atado al discurso político de deslegitimación de las clases subalternas que son vistas como portadoras del caos, el desorden y la criminalidad, como el caso del “cabecita negra” en la ciudad de Buenos Aires.
[17] Ver para el caso del gobierno de Juan Carlos Romero, trabajos de Álvarez y Villagrán, 2010 y Villagrán, 2013.
[18] Según Silvia Rivera Cusicanqui (2004) se podría hablar, de una estructura del habitus republicano colonial, haciendo referencia al concepto bourdieusiano de habitus.

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Sonia Álvarez Leguizamón. Trabajadora social, magister en Sociología del Desarrollo y Doctora en Antropología Social. Fue docente e investigadora del área de Antropología Urbana, Pobreza y Desarrollo Humano, de la Facultad de Humanidades, de la Universidad Nacional de Salta, Argentina.