§Americhe. Riemergenze, pluriversi e resistenze
Sin medir distancias
de Juan Carlos Rodríguez

ACLARATORIA INICIAL
El siguiente texto entrelaza personajes ficcionales y personas reales.

Personajes ficcionales vinculados a mi proyecto multimedia: “sin medir distancias”:
Eusebio Rondón, un poeta y geógrafo empírico, migrante, nativo de la ciudad llanera de Achaguas, estado Apure, Venezuela, que se dispuso atravesar caminando el continente. Eusebio hace del camino una ocasión para la reflexión sobre el tiempo y las distancias, a la vez que va enterrando, a orillas de los ríos, los textos y objetos que va elaborando.
Camilo Dueñas, geógrafo colombiano quien rastrea la obra de Eusebio por distintas partes del territorio colombiano, e intenta ubicar y desenterrar sus producciones.

Personaje ficcional extraído de la novela “La Calle Diez”, del escritor colombiano Manuel Zapata Olivella:
Mamatoco. Un ex policía y boxeador devenido en periodista y líder comunitario, asesinado por sus acciones sociales en la calle diez de Bogotá en 1947.

Personajes reales que forman parte de la historia de Ciudad Bolívar:
Jairo Lazo, Marco Forique, Carmenza y Evaristo. Todos asesinados en el contexto de las luchas de la comunidad.
Juan Carlos Rodríguez: La voz del relato es en primera persona.

Datos:
Para la corroboración de datos precisos de la historia de la huelga de Ciudad Bolívar en el año 1993 se utilizó la siguiente investigación: Jymy Alexander Forero Hidalgo y Frank Molano Camargo, “El paro cívico de octubre de 1993 en Ciudad Bolívar (Bogotá): la formación de un campo de protesta urbana”, Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura 42.1 (2015): 115-143.

_________

Aclaratoria:
El contexto del relato:
El barrio Ciudad Bolívar está situado al sur oeste de Bogotá.
El Museo de la Ciudad Autoconstruida es un proyecto desarrollado por el Museo de Bogotá, del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural.

El relato

En busca de Eusebio Rondón 

Una vista del barrio desde el Museo

I. Lo primero.
Llegué al Barrio Ciudad Bolívar rastreando una ficción inconclusa. 

A quienes nos empeñamos en entender las dinámicas sociales y culturales, con frecuencia se nos enseña que la realidad es algo que nos excede, y en consecuencia, debemos salir a buscarla. Así, “Nuestra realidad”, aun la más personal, implica una dinámica relación con lo que nos rodea y con quienes nos rodean. Por lo tanto, no es posible concebirnos desde la soledad absoluta, o escisión del mundo.
Se nos dice también, que en esa dinámica relacional, el encuentro con el otro es un proceso complejo y tensionado donde nuestro yo frecuentemente debe ser puesto en suspenso, si es que decididamente nos proponemos el cometido de entender, participar, y tal vez intentar hallar alguna pequeña pista para el cambio de las condiciones de vida en sociedad.

Pero también se da el caso de quienes nos informan, tratando de darnos una alerta temprana, que para que esto ocurra, ese exceder el yo, ese yo que creemos ser, debe pasar por la tensión entre la experiencia, las cosas y el lenguaje. De otra manera, es imposible siquiera intentar tocar algo de esa exterioridad que somos, incluyendo a los otros que cruzan nuestra experiencia.

Vista del barrio

II. Partir hacia lo no pensado.
Por muchos años he andado caminos de todo tipo, he pasado de los barrios caraqueños a las llanuras de Venezuela y Colombia. Ahora, hace apenas unos cuatro años, he llegado a otra ciudad, Bogotá, donde apenas he podido salir al encuentro de unas pocas calles y unas pocas personas. 

Me refugié al llegar en un pequeño pueblo de Cundinamarca, con apenas lo necesario para comer, y en consecuencia, sin disponer de ningún medio para adentrarme en los caminos cotidianos de la gente, eso que tanto he procurado a lo largo de los años.
Tenía dos opciones para intentar volver a mi metodología, o forma de trabajo. La primera era tomar lo que tenía a la mano, es decir, acercarme a la gente que he tenido de vecinos, el pueblo de La Calera, la gente más cercana. La segunda opción, inventar el camino, crear el recorrido. 

La primera parecía sensata, ya que no existe lugar del mundo donde no nos veamos interpelados por su cultura, por sus dinámicas sociales, y por la desigualdad sistémica encarnada en un complejo de relaciones, rituales y creencias. Entonces, en esa infinita manía que nos asalta compulsivamente de poner todo de cabeza, se hace posible que nos arrojemos en cualquier lugar al ejercicio de cuestionarlo todo, de re preguntar e imaginar nuevas posibilidades de relación.
Podía entonces desde este pueblito acogedor, sin ninguna dificultad logística, tratar de tejer algún pensamiento, alguna idea, alguna acción que me permitiera, al menos, la sensación de estar vivo, y de que aún era capaz de mandar todo a la mierda, incluyendo mis precarias circunstancias, para lograr avanzar en una dirección relativamente autónoma.
La Calera es un pueblo rural muy cerca de Bogotá, y seguramente, esta condición de vida de campo que muere lentamente en su cercanía capitalina, podría ser muy estimulante.

Pero fue justamente lo extremo de mi situación, lo que me hizo ir inclinándome lentamente, como una planta que busca la luz, hacia la segunda opción. Seguir avanzando al encuentro de lo no pensado… al menos por mí.
¿Sería posible para mí, continuar caminando, en ese imbricado paño de lo que denominamos realidad, en toda la plenitud de su funcionamiento entre las cosas, las experiencias y el lenguaje?
Partí, de que al fin y al cabo, para nosotros los humanos, todo es como un sueño, una ficción, o así funciona… desde las partículas sub atómicas, hasta el hachazo de Hefesto sobre la cabeza de Zeus, que le hace “parir” a Atenea.

Vista de Bogotá desde el barrio

III. La desaparición de Eusebio.
En ese momento comencé a conversar con Eusebio Rondón, mi primer personaje ficcional logrado al entrar por las puertas traseras de esta ciudad, como entran la mayoría de los migrantes indocumentados.

Eusebio me recordó que las palabras con las que buscamos asir la realidad, con las que procuramos atrapar al otro, son las mismas con las que intentamos reconocernos a nosotros mismos, y que por lo tanto, la tensión del mundo estaba en el lenguaje, y que en él estaba la posibilidad de la vida y de la muerte, también de la montaña, del territorio, del tiempo, de las distancias, de la paz y de la guerra, y que nuestras experiencias, que no son lo mismo que el lenguaje, sin embargo se completaban en él, o allí encontraban su cauce.
Me habló también de Heidegger, quien había dicho hace mucho tiempo, que alcanzar la libertad, pasa por tomarse a uno mismo, como un acto procesual o de golpe, pero tomarse… y se reía Eusebio al recordar que para Emmanuel Lévinas, en cambio, la libertad era más bien el resultado de escaparse de uno mismo.

Prosiguió Eusebio, durante días, hablando sobre estas posibilidades del yo y su libertad, y por momentos, regresaba al asunto del lenguaje, que es la instancia a la que recurrimos finalmente, para tratar de tomarnos o dejarnos. Con las mismas palabras que intentamos atrapar al otro, decía, intentamos aprehendernos a nosotros mismos, y entonces, entre el yo, el nosotros y los otros, lo que hay, sobre todo, es la construcción de unas convenciones sociales cargadas de intereses.
¿Dónde crees que se inicia, preguntaba Eusebio, y cómo funciona el asunto de la exclusión entre los humanos, y aún más allá de lo humano?
Eusebio, como era su costumbre, en algún momento callaba, tratando de hacer del silencio la mayor palabra, o para tratar con esas pausas, abrir espacio a palabras que no hemos pronunciado.

Por mucho tiempo, permanecí encerrado en mi pequeña habitación de la Calera, esperando los pocos momentos del mes en que Eusebio llegaba a visitarme para conversar, hasta que un día no volvió, y luego de pensarlo varios meses, entendí que debía salir a buscarlo, a tratar de dar con él. El encierro de mi habitación sin las visitas de Eusebio se hacía insoportable.
Rastree por las redes sociales a un geógrafo bogotano que había tenido contacto con Eusebio en varias oportunidades, y que incluso le había entrevistado en el Huila, muy cerca de donde nace el río Magdalena.
Este geógrafo de nombre Camilo Dueñas, estaba interesado en localizar algunos entierros de objetos diversos que Eusebio había dejado en distintas partes de la geografía colombiana, y en otros lugares, de manera que debía intentar ubicarlo.
Dueñas sabía de algunas residencias donde Eusebio había pernoctado durante su estadía en Bogotá, y una de ellas era el Barrio Ciudad Bolívar, al sur oeste de la ciudad. Allí con toda seguridad podría encontrar al geógrafo y obtener alguna información del paradero Eusebio.

Entrada del Museo

IV. La llegada al barrio, Ciudad Bolívar.
Finalmente subí al barrio Ciudad Bolívar a buscar a Camilo Dueñas. Llegué a la plazoleta que conforma la entrada del Museo de la Ciudad Auto Construida, porque vi en las redes sociales que era un lugar que frecuentaba, pero Danilo no llegó esa tarde. Me comentaron algunos vecinos, que andaba desde el día anterior buscando no se sabe qué cosa a las orillas del río Tunjuelo.

Entendí de inmediato que al igual que yo, Camilo andaba buscando a Eusebio, pero en su caso, trataba de hallar lo que nuestro amigo enterraba cerca de los ríos de cada lugar donde pernoctaba algunas semanas o meses.
No tenía claro que hacer en ese lugar sin contar con la orientación de Camilo, pero no pasó mucho tiempo y ya me encontraba conversando con algunas personas del barrio.
Encontré en aquella gente un orgullo comunitario que pensé extraviado en muchos barrios caraqueños, y en mí, una tristeza de pérdida… de duelo.
Encontré una pulsión hacia el orden de sus espacios comunes, que, aunque no lograra su cometido final, la sola pulsión hacía inspiradoras a las calles del barrio.

Encontré a un filósofo, que durante un recorrido compartido, habló del amor, de la importancia de la infraestructura urbana para la psiquis del barrio, de la exclusión y sus efectos, del sentido que el arte pudiera tener para inventar realidades, y también habló de su cotidianidad. Vivía escrutando sus mundos, en aquellos momentos en que se dedicaba al volante de un taxi. Como Sísifo al momento de soltar la roca y bajar nuevamente a buscarla, el tiempo del taxi era la posibilidad de pensar, de rapear, de comunicarse e inventar nuevos sueños, para hacer soportable quien sabe que condena.
Encontré a un llamado Museo de la ciudad autoconstruida, con una concurrencia que ya quisieran muchas galerías de arte de la ciudad.

Encontré también un lote de casas pintadas del mismo color, y el comentario de alguien que aseguraba que esos programas de pintura para el barrio, eran en realidad una estrategia de inteligencia social, y que la policía y demás instituciones del Estado, así identificaban y clasificaban a los sectores con mayor facilidad. Peligrosidad, tipo de carencias, o quien sabe que otra información.

Encontré comercios de todo tipo… solo no vi bancos, tal vez un indicador de que aún el sistema no los traga por completo.
Encontré también un relato sobre la riqueza de los suelos del barrio, de donde se ha extraído un alto porcentaje de la materia utilizada para construir la ciudad, sin que el barrio sea beneficiado de esta explotación, y que, por el contrario, las instituciones han convertido a sus alrededores en el vertedero de más de tres millones de toneladas de basura anuales.
Y encontré también una historia alucinante del año 1993, donde se dieron acontecimientos que marcaron hasta este momento la vida y el orgullo de la comunidad: el Paro Cívico Local.

Entrada del Museo

V. Gracias Eusebio por el retorno.
Para un venezolano como yo, esta historia iniciaría en el caracazo de 1989, donde la ciudad estalla frente al anuncio de las medidas de corte neoliberal anunciadas por Calos Andrés Pérez. Pasaría luego por el golpe de Estado fallido de 1992, y continuaría hasta 1998 con la llegada de Chávez al poder, para finalmente, desembocar en la destrucción de todo tejido social previamente trabajado por años. Gran estrategia vampírica de un proyecto político que se nutre de una construcción social, para luego, montado en sus símbolos, extraerle gota a gota toda su sangre.

Para un colombiano, esta historia de Ciudad Bolívar, creo yo, parecería algo más local, con menos presencia en la prensa, y con aparente menos impacto en la política nacional, si sacamos cuenta por la sucesión de gobiernos en la década de los noventa y principios del siglo XXI.
Pero nada más errado. Lo visto y escuchado durante los días de mi infructuosa búsqueda de Camilo, evidenciaban que esta gente supo sortear todo tipo de gobiernos, y allí se mantienen. Y no solo se mantienen, sino que han avanzado de tal manera, que el proyecto del trasmicable y el museo de la ciudad autoconstruida vienen a ser una cristalización de lo que no se logró al principio, pero que llegó, finalmente, o se logró en otros procesos de negociación.
Los hechos de 1993 marcaron en Ciudad Bolívar un antes y un después, y sus ecos aún se escuchan en panaderías, lavanderías, peluquerías caninas, taxistas, y no podía faltar, en el personal de vigilancia y guías del Museo de la Ciudad Autoconstruida.

Gracias a la búsqueda de Eusebio, y a la ausencia de Camilo, ahora estaba yo, de vuelta, de retorno al barrio, en ese volver Eusebiano, que es un volver para localizar nuevas posibilidades de salidas. 

Detalle de la museografía

VI. Muerte de Mamatoco y una nueva confrontación.
El museo habla desde sus paredes y objetos, pero habla también desde su personal, y aún más, habla desde sus visitantes que van comentando sus vidas, y entonces la historia de Ciudad Bolívar se convierte en una polifonía sin precedentes.
En voz del filósofo que conduce taxis mientras rapea, esta huelga hizo parir a una comunidad que hasta ese momento no tenía dolientes. Ni sus propios habitantes parecían tener idea o fuerzas para salir de la situación de exclusión, tal vez porque lo veían imposible y no tenían tiempo para aventuras revolucionarias o revueltas de ningún tipo.
Pensé que tal vez sabían lo de Mamatoco, ese personaje de la novela de Manuel Zapata Olivella, la calle 10, y que por esa razón preferían callar y aguantar.
Yo me había enterado de la vida de Mamatoco por Eusebio, quien me había hablado de él una tarde. Ese personaje de Manuel Zapata Olivella, boxeador, ex policía, líder comunitario, alma solidaria, periodista de barrio y revolucionario, que había sido asesinado en la calle diez de Bogotá, hecho que produjo una revuelta, tal vez una revolución. A pesar de la magnitud de aquellos sucesos de 1947, de toda la energía social desplegada a una intensidad que solo los grandes momentos históricos comportan, todo terminó en una simple y monstruosa montaña de muertos, y en la helada comprensión comunitaria de que luego de esa ocasión, nada había cambiado para ellos, salvo la ausencia por asesinato de Mamatoco y de muchos de sus vecinos… el carnicero, el soldado, el ex policía, la barrendera, la prostituta… menos el artista, que de alguna forma había salvado su vida y huido con el botín de los saqueos.
No sé si el negro Mamatoco haya reencarnado en este barrio, pero aquí me ha parecido que dentro de todas las posibilidades que pueden tomarse a la hora de decidir en un guion, el destino de algún personaje, o de una comunidad, la decisión organizativa y confrontativa del Barrio Ciudad Bolívar en aquel octubre de 1993, fue acertada y paradigmática.

Vista de una sala del Museo

VII. La Polifonía del barrio.
Comencé entonces a escuchar la polifonía del museo y de sus calles.
Voces:
– Todo inicio en el paro de 1993…
– El paro es para nosotros el paso de la muerte a la vida…
Pensé que aquí se iniciaba, en palabras de Olivella, el tránsito de la siembra a la cosecha.
Más Voces:
– Se fue dando un proceso múltiple de organización de las comunidades que conforman nuestra Ciudad Bolívar. Esos procesos de encuentros y desencuentros comunitarios, nos fueron preparando para lo que venía.
– Ciudad Bolívar está hecha de la sabia de toda Colombia, aquí hemos llegado de todos los departamentos en busca de mejores oportunidades de trabajo, o huyendo de la violencia.
– En la otra Colombia, la violencia muestra sus dientes con menos reservas que en la capital.
– Se fueron dando las condiciones para el Paro Cívico de 1993, o como también se le denominó con la chispa de los sacerdotes de la Teología de la Liberación, “Paro Cívico Local contra las Siete Plagas”.
– Ya este paro había sido antecedido años antes por la marcha de las antorchas contra el apagón que propiciara el gobierno de Gaviria. En aquella oportunidad usamos el slogan: “QUE NOS DEVUELVAN LA HORA”.
– Pero en el 93, luego de un proceso de unificación de distintos sectores que conforman a Ciudad Bolívar, llegamos a un punto cero… un punto de no retorno para nosotros como comunidad, y, en consecuencia, para el tipo de relación Estado-comunidad que desarrollaríamos a partir de ese momento.
– Fue asesinado el joven Roison Mora Rubiano el 12 de septiembre de 1993, ajusticiado por miembros del ejército, una noche en que regresaban de sus trabajos y pagaron caro una piedra que lúdicamente se arrojaron entre ellos, y que accidentalmente cayó en el techo de una unidad militar que pasaba por la avenida. Este hecho generó el despertar definitivo de la comunidad.

Podría uno pensar que una piedra es algo muy insignificante para desencadenar una protesta contra medidas neoliberales, y que incuso una muerte, por más lamentable que sea, no representa un motivo para tal alcance.
Pero la reacción organizativa de unas comunidades que venían entrenándose en el tiempo, evidenció que estaban listos para pasar de la siembra a la cosecha.

Aún más voces:
-Trancamos la avenida y generamos un colapso tan gigante en la ciudad, que las autoridades distritales, no sin antes intentar disuadirnos por los tradicionales métodos de la represión, enviando unidades del ejército, con tanquetas y todo tipo de pertrecho, debió sentarse en una mesa de negociación que duró varios días.
– Trataron de infiltrarnos, pero no pudieron.
– Mientras más arreciaban con las tanquetas, más nos animábamos en seguir adelante.
– Así es la vida en el barrio, tienes que lucharla, tus padres no te pudieron dejar de herencia una vida más tranquila, entonces tienes que pelearla.

Otra vista de sala del Museo

VIII. El Pergamino.

A juzgar por el pliego de exigencias de las comunidades de Ciudad Bolívar, entendemos que, aunque local, había una lectura amplia y global de los problemas que ahora por la vía de la confrontación al Estado se proponían.
Antes del joven Roison Mora Rubiano, había sido asesinado Evaristo Bernate, líder comunitario de larga trayectoria, cuyo sacrificio le recordaba a la comunidad que estaban en un camino difícil y peligroso.
Pero ahora era otro momento, se podía cosechar lo sembrado por Evaristo Bernate, y no se desperdiciaría la oportunidad.
El pliego de exigencias por UNA VIDA DIGNA EN CIUDAD BOLIVAR, podría hacer alucinar a cualquier sociólogo que estudia las dinámicas de las protestas urbanas. Mencionaré solo algunos puntos de aquel pergamino:
– Rechazo a la privatización de los bienes del Estado promovidos por el gobierno del momento
– Exigencia del cese a la recluta para el cumplimiento del servicio militar
– Creación de veedurías populares
– Exigencia de dejar a Ciudad Bolívar como estrato 1 por un tiempo
– Exigencia de participación de la comunidad en el control en materia ambiental de las curtiembres de San Benito
– Exigencia para la participación comunitaria en el control y regularización de la explotación de las canteras, areneras y ladrilleras que utilizan sus recursos naturales.
– Exigencia por la Inclusión en la seguridad social.
– Exigencia para la Instalación de quince mil líneas telefónicas.
– Exigencia para la ampliación y recuperación del alumbrado público.
– Exigencia para la donación de un terreno y la construcción de la casa de la juventud.
– Exigencia para la construcción de un módulo universitario donde se impartiera dos carreras técnicas.
– Exigencia de legalización de barrios.
– exigencia de Instalación de centros de salud
Entre otras…

Detalle del montaje

IX. Gracias Mamatoco

Se dice en las calles del barrio, que aunque las instituciones se valieron de todo tipo de artimañas para no cumplir a cabalidad estas exigencias que asumieron como compromiso en aquella histórica ocasión, y que a pesar de que la organización comunitaria ha mutado de diversas maneras y con distintas formas de entender su relación con el Estado y las empresas privadas, el saldo participativo, de organización social, y de logros concretos conseguidos, sigue siendo un baluarte y una referencia para todos.
También se supo que una vez asesinados los líderes comunitarios Jairo Lazo, Marco Forique y Carmenza, esto, como retaliación por su participación en el PARO CIVICO, en uno de los bolcillos traseros del pantalón de Jairo, ya su cuerpo sin vida, encontraron una pequeña nota que decía:
Gracias Mamatoco, finalmente no ha sido en vano.

Detalle del montaje

Nota final:

El barrio continúa sus luchas apalancados en su propia historia, donde han desarrollado largos procesos de defensa de los Derechos Humanos, el cuidado del medio ambiente, la promoción de la educación alternativa y el reconocimiento a la biodiversidad.
Un funcionario del Museo de Bogotá comentó en una ocasión, que lo primero y más fuerte que nos ha tocado en esta aventura, ha sido formar al museo como una plataforma que cuestione e interpele los estereotipos y estigmas que han existido sobre Ciudad Bolívar.

Juan Carlos Rodríguez (Caracas, 1967). Artista visual, docente, activista comunitario y gestor cultural. En1989 egresó de la Escuela de Artes Cristóbal Rojas y cursó estudios en la Universidad Teológica Latinoamericana de Costa Rica. Ha trabajado en experiencias de creación realizadas en espacios comunitarios, productivos y artísticos, y expuesto parte de estos procesos en exposiciones internacionales. Algunas de sus ideas y propuestas fueron recogidas en el libro “Con la salud si se juega”, rubricado conjuntamente con Zurisaday Cordero y Víctor Cárdenas “Cuni” (Fundación de Arte Emergente, 2006), y posteriormente en su novela Petra Narcisa (Editorial Isla de Libros 2018).