Discomfort
Cargo Culte
Una estética de afirmación colectiva anónima en la Ciudad de México
de Edgar C. Hernández Robles

Los Ángeles, noviembre de 2019. Bajo una espesa y tóxica lluvia en una ciudad cualquiera, ubicada en ningún lugar específico, Rick Deckard lee el periódico que contiene las mismas noticias que leyó el día anterior, y el día anterior a ése. Mientras espera que su plato de tallarines se enfríe, lo interrumpe abruptamente Gaff, un individuo de aspecto indefinido, parte latinoamericano y parte asiático, que habla en una interlingua entre el húngaro, el chino, el español y el esperanto. El idioma que usa no es un accidente, es un collage, como la metrópoli imaginada en la película Blade Runner (Ridley Scott, 1982): una ciudad aparentemente inabarcable, un paraíso posindustrial atiborrado de edificios retrofuturistas que semejan pagodas precolombinas.

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Cables cruzándose cuales líneas de fuga de una perspectiva dislocada, transformadores chispeando a la espera de una catástrofe, agua estancada, luces neón y vapores. Ya no estamos en la Los Ángeles de Blade Runner. Esto no es un sueño distópico. Estamos en un no-lugar por antonomasia: las afueras de una estación del metro de la Ciudad de México en el año 2017. Espacio público cedido a la apropiación, al fragmento, a la acumulación de un objeto detrás del otro, al emplazamiento. Un palimpsesto de símbolos, una yuxtaposición aparentemente carente de sentido, un momento aparentemente estancado en el tiempo cuya estética depende completamente de su condición histórica, la ruina como monumento al futuro.
En las siguientes páginas explicaré un fenómeno aparecido de manera reciente en la Ciudad de México a partir de la idea una urbe que ocurre simultáneamente como tres ciudades, y cómo en sus calles se generan manifestaciones estéticas anónimas que utilizan estrategias propias de la alegoría para hablar de una visualidad contemporánea en respuesta a las posibilidades de un contexto histórico determinado y que operan como tácticas de apropiación del espacio público y de autoafirmación colectiva; de la misma forma que los cargo cults en Oceanía articularon un lenguaje estético reivindicatorio a mediados del siglo pasado.
Entonces, el primer dilema que enfrentamos es el de definir claramente los elementos que nos permitirían identificar a estos fenómenos como una manifestación estética vernácula; acto seguido, demostrar las condiciones que a esta gramática visual le permiten desarrollar un sentido de pertenencia hacia un grupo social. La siguiente disyuntiva aparece paralelamente desde una perspectiva decolonial, aquella que refiere a los procesos mediante los cuales quienes no aceptan ser dominados y controlados no solo trabajan para desprenderse de los preceptos que permanecen aún después de la Colonia, sino también para construir organizaciones sociales, locales y planetarias no manejables ni controlables por la matriz colonial y sus subjetividades: ¿forma parte esta justificación de definir como estético y artístico lo autóctono como una suerte de validación de lo propio ante la mirada de Occidente?
Como principio operativo habrá que plantear la posibilidad de otro paradigma que no sea el discurso hegemónico del sistema-mundo; sin embargo, es necesario entender que la relación entre dos entidades –“una periferia” y “un centro”– es precisa para plantear otro modo de construir el conocimiento.
Ya desde el siglo XIX, con la aparición de las vanguardias que consideraron el arte primitivo como una fuente de inspiración, y junto a la ola de estructuralismo en la sociología, las manifestaciones estéticas excéntricas comenzaron a ser valoradas. Es incluso desde su denominación donde entramos en terrenos intrincados, llamarle primitivo, tribal, etnológico o salvaje resulta impreciso y no logra englobar la complejidad de sus significados sin que exista un sesgo etnocéntrico, despectivo o esencialista en su utilización. Sin embargo, escoger el término arte originario describe algo que da origen, que es precursor; asimismo, se refiere a algo que procede de un lugar en específico, que es indígena de una región. De tal forma, estamos hablando de una manifestación material que habla de los mitos de origen, las costumbres y la cosmovisión de un grupo definido y conectado con un lugar, que antecede a posteriores manifestaciones que podríamos denominar como artísticas. De esta manera, el arte originario funciona como un complejo sistema de comunicación visual. Y si entendemos las manifestaciones vernáculas estéticas callejeras como expresiones no “educadas” o fuera del canon de la Academia, que al ser evaluadas por el rasero de la “razón Ilustrada” son parte de un arte originario o primitivo.
Es a partir de esta explicación estructuralista del mundo que aparece el bricoleur, figura concebida por el antropólogo Claude Levi-Strauss en El pensamiento Salvaje; una suerte de hacedor intuitivo, empírico, que hace lo que puede con lo que tiene.

La ciudad del tiempo eterno: Melancolía

El escritor Carlos Monsiváis describe con estas palabras la Ciudad de México: “He aquí –presumiblemente– a la primera megalópolis que caerá víctima de su propia desmesura” (Monsiváis, 2001). Es en esta ciudad, construida a partir de su propia destrucción sistemática y en permanente devastación, donde aparece la figura del hacedor de objetos, del progenitor de significados: el bricoleur. Este término hace referencia al individuo que acumula, coloca, apropia, amontona y transforma, usando la estrategia del desorden como método de habilidad práctica que opera fuera de un discurso regulador y funciona para intervenir el espacio público, reconfigurar un área de trabajo, acomodar herramientas en un taller, mover un puesto de jugos ambulante o cualquier otro lugar en la ciudad que no esté supeditado a una administración racional, lógica o corporativa del espacio y del trabajo.
Este bricoleur, o creador anónimo urbano, genera manifestaciones materiales en un cruce entre el trabajo y el ocio, uno como extensión del otro, y viceversa. El trabajador intercambia, o “escamotea”, el tiempo laboral con otro trabajo, libre, autogestionado, creativo y sin ganancias, y se las ingenia para inventar o modificar objetos con el fin último de expresar una habilidad que de cierta forma pueda darle la vuelta a la máquina productiva a la cual debe servir. De esta forma el trabajador genera un sentido de identidad en el espacio productivo, introduciendo tácticas populares en el orden racional capitalista (De Certeau, 1996). Una suerte de apropiación ludita del lugar de trabajo.1
La devaluación de los objetos, la perdida de sus significados, el constante bombardeo de los medios y su creación de necesidades, determinan la experiencia individual en un horizonte donde la verticalización de las ciudades conduce hacia una perdida del territorio, donde se diluyen los sentidos de pertenencia a un lugar con la subsecuente ruptura de las identidades; una ciudad donde nada cambia y todo sigue igual: la posmodernidad y su condición melancólica.
Los medios con los cuales opera el bricoleur son siempre contingentes, parten de construcciones o destrucciones previas que se seleccionan y utilizan no desde un fin instrumental, sino desde una necesidad operativa, es decir porque “en algún momento tendrán que servir”. Este creador empírico construye a partir de conjuntos ya existentes, compuestos de materiales y herramientas. Así, la operación consiste en tomar objetos y establecer una suerte de diálogo con y entre ellos para posteriormente crear una taxonomía de aquello que se tiene en el momento, identificar cómo estos materiales pueden servir y ser herramientas para enfrentar, solucionar y crear nuevos conjuntos. Estos nuevos conjuntos, desde la perspectiva del bricolage, son construidos desde los residuos y restos de otros acontecimientos. Levi-Strauss los define como odds and ends: testimonios fósiles de la historia de un individuo o de una sociedad (Levi-Strauss, 1964).
De cierta forma, el lenguaje del bricoleur refiere a una suerte de gramática visual donde no sólo se ejecuta, sino más bien se dialoga con los objetos y también se “habla” por medio de las cosas. El bricoleur siempre pone algo de sí mismo en el nuevo conjunto construido. Una relación parecida a la que refiere el surrealista André Breton con la idea de “azar-objetivo”, es decir aquella que supone la reconciliación momentánea entre el objeto y el espíritu, entre la naturaleza y la cultura. Levi-Strauss plantea que el arte está inserto a la mitad del camino entre lo científico y el pensamiento mítico y que el artista es una suerte de bricoleur que con los medios que tiene a la mano confecciona objetos materiales que también se activan como objetos de conocimiento. “El sabio, como el bricoleur, están al acecho de mensajes, pero, para el bricoleur, se trata de mensajes en cierta manera pretransmitidos y los cuales colecciona” (Levi Strauss, 1964).
En esta colección y acumulación de mensajes, palimpsesto de materiales/imágenes, los significados se escamotean en significantes y viceversa, de tal forma que los recursos siempre están en constante flujo y circulación, donde el pasado significa al presente y al nuevo conjunto construido se le han subvertido la intención inicial de los objetos que lo componen. Así, adquieren un nuevo sentido y se vuelven a construir sobre las ruinas de sí mismos en un ciclo permanente. De esta forma el bricoleur le la da sentido al mundo.
Pero este bricoleur urbano contemporáneo, no es un artista en el sentido total del término, pero utiliza inadvertidamente una estrategia vinculada directamente con el Barroco, la figura retórica de la alegoría.

La estricta inmanencia del barroco –su  orientación  mundana– condujo a la pérdida del sentido anticipatorio o utópico del tiempo histórico y desembocó en una experiencia del tiempo estática, casi concebible en términos espaciales. La disposición generalizada a la contemplación melancólica sustituyó el deseo de actuar y producir e incluso la idea misma de la práctica política (Benjamin, 2004).

Walter Benjamin explica que bajo la idea barroca del conocimiento, a partir del proceso de acumulación y desde la mirada de la melancolía, los objetos se pueden volver alegóricos. Cuando la vida fluye fuera de ellos, entran en un estado inerte pero seguro, son incapaces de emanar cualquier significado o significación propia. Así, el alegorista los toma y los hace suyos (Benjamin, 1988).  Se trata de objetos fragmentados, yuxtapuestos, sin relación alguna entre ellos, objetos a los que se les han extraído ya los significados, a lo cuales se refería quizás Marcuse cuando hablaba de las “anti-formas contrarrevolucionarias” (Battock, 1977) como poemas consistentes en fragmentos ordinarios de prosa colocados en forma de verso y pinturas que sustituyen un todo consentidor, una distribución meramente técnica de partes y fragmentos. Sin embargo, aunque estas nuevas formas “abiertas” desconocen una racionalidad instrumentalista, siguen evocando una realidad, representada a partir de objetos para crear un nuevo universo de significaciones espaciales.
El fragmento es la experiencia constante de la posmodernidad. Y es en esta experiencia que los objetos, transformados en mercancía, pierden completamente sus significantes y significados, y se encuentran a merced del bricoleur-alegorista que, en una suerte de procedimiento de montaje, utilizará todos los principios como la apropiación, el emplazamiento y la acumulación para adueñarse de ellos (Owens, 1991).
El alegorista no crea las imágenes, se las apropia. Las vacía del significado original y les añade un sentido propio. Este reproductor de imágenes usurpa y reconfigura los objetos, no pidiendo permiso. En esta manipulación de contenidos se va perdiendo información sobre el origen mismo de la imagen, su significado se va deconstruyendo y el resultado es un mensaje que necesita ser descifrado por su carácter fragmentario, imperfecto, incompleto. Todos estos elementos tienen reflejo en la figura de la ruina, donde la alegoría encuentra su sentido más completo: El emplazamiento, el segundo vínculo surgido del culto alegórico por la ruina, opera como expresión añadida a otra expresión, es una técnica y, a la vez, una percepción y un procedimiento: es la obra que parece ser una con el lugar en donde la encontramos, en la especificidad del sitio. Al ser instaladas en un lugar durante un periodo limitado, tanto el lugar como la obra entablan un diálogo, adquieren un sentido de impermanencia, apelan a lo efímero. Sin embargo, frecuentemente quedan a merced de la erosión y son abandonados, fundiéndose con el entorno en una suerte de tiempo capturado. En la ruina la historia se ha fundido con el entorno gracias al emplazamiento y la alegoría se plantea más allá de la belleza: en el deterioro y en la perdida.
La tercera estrategia alegórica es la acumulación: “En la literatura barroca es una práctica común la acumulación incesante de fragmentos, sin una idea estricta de un fin u objetivo, en la perpetua espera de un milagro” (Benjamin, 2005). En la estructura alegórica un texto se lee a través de otro, no importa lo fragmentaria, intermitente o caótica que sea su relación. El paradigma de la obra alegórica es el palimpsesto: una estratificación de imágenes, signos y códigos, donde resulta difícil clasificar un inicio y un fin.
Es quizá bajo esta estrategia de acumulación de fragmentos que en la CDMX se articulan manifestaciones estéticas milenaristas semejantes a las planteadas por los cargo cults de Oceanía Remota.
Se denominan cargo cults o cultos de cargo a aquello movimientos milenaristas que nacieron en las islas Fidji alrededor de 1890, a la espera de una gran canoa fantasma que traería a sus antepasados y el inicio de una nueva época. Sin embargo, los que atañen a este proyecto son aquellos que aparecieron específicamente durante la segunda mitad del siglo XX en la región de Oceanía Remota.
Durante la expansión colonial europea, la orbe convergió con sociedades que se encontraban en etapas de desarrollo tecnológico distintas a las propias. El inevitable intercambio material que tuvo lugar en Papúa Nueva Guinea al compartir los colonos los bienes del mundo industrializado con culturas que aún estaban en una suerte de neolítico tardío, trastocó de tal manera a los pueblos visitados que generó un culto dedicado a su regreso y al cargo, los productos que estos traían consigo. Además, provocó un híbrido social denominado “heterocronía”: un estado paradójico de lo viviente en el cual se combinan fases heterogéneas de desarrollo.
Al regresar sucesivamente a las islas, los ejércitos de ambos países encontraron en las islas el mismo fenómeno: se habían establecido vigías que buscaban en el horizonte y que habían construido “pistas de aterrizaje”, “muelles” y “torres de con- trol” con materiales locales. Pero los nativos no esperaban a cualquier barco o avión: esperaban aquel que trajera de regreso a Mansren: la llegada de barcos y aviones era la señal de que el milenio ya estaba aquí, que el fin estaba cerca, que Mansren (el creador del mundo) regresaría y sería el inicio de una nueva vida. Los ritos iniciáticos volverían al saber popular y los negros ya no serían distintos a los colonizadores. Esto provocó que los nativos sacrificaran todos sus animales –símbolos de esta- tus entre la comunidad–, para que aparecieran más “Grandes Cerdos” en el cielo, trajeran una mayor cantidad de alimentos, fuego y otras mercancías del mundo industrializado.
La estrategia utilizada por los habitantes de Papúa para “acelerar” la profecía fue generando una estética muy específica de interpretación del mundo industrializado.
En la fascinante producción material que acompañó al cargo cult y de la cual existe muy poca documentación se generó un singular fenómeno estético de apropiación alegórica: los habitantes de las islas construyeron aquellos que entendían fuesen los medios por los cuales el cargo había llegado a las islas, de tal suerte que fabricando pistas de aterrizaje, torres de control, radios y aviones (sin saber lo que realmente eran) con los materiales y herramientas que tenían a la mano –troncos, basura, palmas, lianas, cocos, entre otros– pretendían traer de vuelta a Mansren y con él, al “secreto” del cargo: comida enlatada, las radios de transistores, motocicletas –las bondades del mundo industrializado– y todo aquello que el hombre blanco había extraído de las islas en forma de materia prima.
Las manifestaciones estéticas ligadas a un pensamiento mítico, como aquellas de los cargo cults, son también parte de un lenguaje colectivo, anónimo y alegórico que intentaba significar un contexto adverso y complejo para una comunidad.
Aunque es cierto que los cargo cults estaban al principio estrechamente vinculados a ritos de fertilidad y al culto de los antepasados, se fueron transformando gradualmente en un movimiento nacionalista. Los aspectos aparentemente irracionales del culto eran, de hecho, síntomas de la creciente inseguridad de los habitantes de las islas y de su temor a un mundo donde las condiciones sociales y económicas cambiaban por la intrusión de un sistema que sólo explotaba los bienes locales aprovechando de la mano de obra local. Así, en sus últimas etapas, el culto llegó a representar un intento de los Melanesios de hacer frente a los gobiernos coloniales y afirmar su independencia, eventualmente reconocida en 1973.
El mito de los cargo cults y las manifestaciones objetuales que lo acompañaban  iban  más  allá  de  un  delirio primitivo y de exotización del Otro, ya que  en  las capas   subyacentes   al   culto   yacían   niveles   muy   complejos  de  significación.
Los cargo cults eventualmente se volvieron una suerte de organización política en las islas que operaba bajo la fachada de un culto religioso, proponía un quiebre con el pasado y un cisma con las viejas formas de organización, y rechazaba el antiguo régimen de ideas, pero sin proponer uno nuevo. Los Melanesios vivían en un estado de transición permanente, por lo cual sus formas de organización social se volvieron inestables y se encontraron en permanente estado de alerta. El entorno social conflictivo en el cual aparecieron los cultos – dominación cultural, explotación natural, destrucción de la cohesión social – detonó situaciones que condujeron a procesos de búsqueda de una identidad colectiva.
Bajo esta perspectiva la experiencia estética resulta indispensable para la vida cotidiana de la sociedad que la genera de manera espontánea para estetizar la existencia común y sobrevivir en el contexto adverso de la modernidad como milenarismo. Si el culto de cargo y sus manifestaciones mítico-rituales operaron para sobrevivir y entender una nueva realidad compleja y adversa para los grupos de Oceanía Remota, las estrategias alegóricas anónimas que registra esta investigación pueden ser interpretadas como un ritual para una sociedad posindustrial a la espera de una modernidad mesiánica. Sin embargo, la lectura de estas manifestaciones no pretende una vuelta atrás hacia las prácticas mítico-rituales de origen, sino su interpretación como vehículos de empoderamiento colectivo, como manifestaciones estéticas y canal de expresión de una cultura viva en un futuro incierto y adverso.
De la misma forma pretende plantear el bricoleur como un creador anónimo, un configurador del espacio que rompe lo monótono de la vida cotidiana en una evocación ritual estética de manifestación de vida que, al liberarla en el espacio público, ya no pertenece a quien la crea, transformando la ciudad y el espacio en un lugar propio, político.

La ciudad del tiempo que nunca llega: Milenarismo

El termino de sociedades posindustriales fue acuñado por primera vez por John Kenneth Galbraith, Alain Touraine y Daniel Bell a finales de la década de los sesenta del siglo pasado para definir aquellas sociedades en las cuales, alcanzado un determinado grado de desarrollo, ciertos procesos de industrialización y privatización producían una transición que reestructuraba a la sociedad en su entereza hasta que la economía se dedicara a la transformación de servicios, de la información y del conocimiento. De esta forma, la economía posindustrial se va fundamentando en una economía de procesamiento de la información, desde la perspectiva de la relación venta-consumidor, dejando de lado la producción para enfocarse en la parte final del proceso productivo: la comercialización y la financiación de los productos finales.
Todas estas sociedades se caracterizan por una mayor y más directa intervención sobre el individuo, ya que poseen mayor capacidad para interponerse en los cambios y en el control del sistema de relaciones sociales, para actuar sobre las actitudes y las necesidades de las personas, ahora identificadas como consumidores. Bajo el lema “eres lo que tienes” las grandes transnacionales son las que dominan el contexto posnacional, donde intentan generar sentidos de pertenencia hacia las marcas, los objetos y las experiencias de consumo más que hacia una identidad colectiva o nacional.
De esta manera los patrones humanos se transforman en tendencias de consumo y los medios de comunicación ejercen un sistema de control, integración y manipulación sobre los grupos sociales que poco o nada pueden hacer ante tal estructura. En la sociedad posindustrial se generan condiciones de alienación más que de explotación, de tal forma que el individuo alienado es aquel que no ejerce resistencia a los cambios ya que forma parte de un sistema de consumo que le otorga un lugar en la estructura social.
Consecuentemente, si una sociedad es insertada al ritmo de consumo de la economía global sin haber plenamente madurado los procesos naturales de desarrollo para su posterior evolución, generará una “heterocronía”: una sociedad donde se alcanza un aparente desarrollo económico pleno pero con las mismas características de maduración propias de su proceso natural de crecimiento. Una sociedad aparentemente avanzada que pero aún no madura, que sin embargo existe en un estado de cambio constante y resignificación. Los procesos de apertura económica de los países en desarrollo para integrarse a paradigmas globales – que en la mayoría de los casos son forzados – a menudo terminan en situaciones de desigualdad económica y social que a la postre generan un descomposición de la cohesión social. Es en este limbo económico y social que podríamos plantear el contexto posindustrial de la Ciudad de México, donde la semilla de la posmodernidad sembrada en los años ochenta ya había echado raíces cuando llegó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en 1994.
El TLCAN fue la gran promesa de un futuro brillante, moderno y poscivilizatorio; finalmente la redención del progreso traería las bondades del mundo moderno a México, que por fin era reconocido como un país de Norteamérica, como una nación de primer mundo. La posmodernidad en este país fue un terreno fértil para que se desarrollara una versión distinta a la de otros lugares: una “posmo-híbrida región 4” (área que cataloga a la zona al sur del Río Bravo en el discurso geopolítico del orden superior de las trasnacionales del entretenimiento) que se ha reconfigurado según los parámetros marcados por el capitalismo en su última encarnación. De esta manera, después de 1994, México sufrió un cisma en el cual su población tuvo acceso a bienes de consumo que se podían encontrar en los países desarrollados pero estando aún inmerso en el subdesarrollo (definición que sigue siendo considerada errónea y controversial para muchos economistas) y en una clara e inequitativa distribución de la riqueza. La posesión de una mayor cantidad de bienes de consumo activó una aparente movilidad social para pertenecer a una nueva clase media, a una menos mestiza y más “blanca”.
La implementación del TLCAN posicionó las condiciones arcaicas de un país emergente con un discurso moderno de progreso que resultó en una aparente actitud surrealista que se mimetiza exitosamente con el discurso posrevolucionario institucional de identidad de una sociedad supuestamente mestiza que aún no logra liberarse del peso mítico de su pasado para integrarse a un orden del “sistema-mundo”. La manifestación estética se plantea, en este contexto, como la adaptación o la neutralización del conflicto contra la imposición de un proyecto económico devastador de identidades.

La ciudad del tiempo de híbridos: Mítica

Desde el origen de los tiempos, todo acto humano es la repetición mimética o la transcripción alegórica de otro acto; así la práctica cotidiana de la vida, es decir, la forma en la que los humanos diariamente enfrentamos la existencia a través del trabajo y del ocio, abre o deja espacios para que aparezca el simulacro de lo que pasa en el tiempo extraordinario, en el tiempo de la ruptura. (Echeverría, 2000)
El filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría propone la noción de que lo humano reconoce la temporalidad del mundo a partir de dos polos y su tensión: el tiempo de los momentos extraordinarios, donde se compone y recompone la forma singular de lo humano y el tiempo de ruptura donde reside la anulación de la identidad o de la plenitud absoluta –el ocio–, y los momentos ordinarios o cotidianos de la vida –la existencia rutinaria, alejada del paraíso– donde se dan los procesos de producción y el consumo de bienes: el trabajo.
Así, la vida se vuelve un proceso comunicativo entre dos polos, como estrategia de supervivencia de la población mestiza de América durante la Colonia, el ethos barroco:

el concepto de ethos que refiere a un planteamiento del comportamiento humano destinado a recomponer de modo tal el proceso de realización de una humanidad, que ésta adquiera la capacidad de atravesar por una situación histórica que la pone en un peligro radical. Un ethos es así la cristalización de una estrategia de supervivencia inventada espontáneamente por una comunidad; cristalización que se da en la coincidencia entre un conjunto objetivo de usos y costumbres colectivas, por un lado, y un conjunto subjetivo de predisposiciones caracterológicas, sembradas en el individuo singular, por el otro (Echeverría, 2002).

La existencia en ruptura que el ethos barroco reivindica como esencial para la humanización en la existencia rutinaria es la experiencia estética. La exagerada estetización de la vida cotidiana no debe ser vista como algo que no puede ser de otro modo, como un subproducto del fracaso, del mal gusto o del abandono. Es una construcción propia de la realidad, una gramática visual que pretende operar como una estrategia propia y diferente para la construcción del espacio en el “sistema-mundo”. Consecuentemente, la experiencia de la vida en plenitud debe permitir que el individuo sea capaz de aprehender el momento rutinario en ruptura mediante el recurso de instrumentos, técnicas o dispositivos. Así la experiencia estética resulta indispensable para vivir la presencia cotidiana, lejos del ritual de lo estático y repetitivo de la vida alienada, como lo es en el horizonte posindustrial. Se puede plantear lo cotidiano como experiencia estética e interpretar las manifestaciones escultóricas urbanas como par- te de un capital simbólico a través de la visión del antropólogo francés Pierre Bordieau, quien explica como el conocimiento cultural sirve como divisa para organizar la afirmación de la identidad, entender la cultura y alterar nuestras experiencias y las oportunidades disponibles, haciendo hincapié en la necesidad que los seres humanos tienen de justificar su existencia.
Es necesario atribuir un nuevo sentido a este capital simbólico de la ciudad y percibirlo como un patrimonio colectivo, como hitos del excedente económico y del subdesarrollo en un momento heterocrónico, como manifestaciones estéticas que magnifican el ejercicio autoreflexivo de la cultura, de su necesidad de reflejar su posibilidad de existencia, como una ceremonia ritual de la vida en ruptura que subvierte y reconstruye el espacio público.
Es así, que estos no-sitios eventualmente se tornan en áreas de generación de identidad, donde encontraremos la disposición de un puesto de tacos de canasta portátil, un letrero donde se indica reparación de electrodomésticos o incluso la señalización de un registro hidráulico abierto sobre el pavimento, todas hechas con los materiales que se encuentran a primera mano; manifestaciones muy claras de una estrategia posindustrial de supervivencia y de afirmación colectiva. 

Dibujo dispositivo

La Ciudad de México fue abordada a partir de un trabajo hibrido que conjugando estrategias de la etnografía, del situacionismo y del dibujo, mapeó el espacio social para crear una cartografía de assemblages anónimos urbanos como cuerpo de obra. Así, la experiencia de la ciudad y el dibujo de medio tono son articulados para explicar desde una perspectiva artística y etnográfica un fenómeno estético urbano contemporáneo.
Por un lado, la idea del dibujo desde una perspectiva heurística, un dispositivo que opera como una red, un sistema, una forma de explicar y vivir el mundo, de aprehenderlo –de la misma manera que opera el lenguaje; por el otro, la figura del détournement situa- cionista, el desvío como una forma de superación del arte y de su autonomía. Por esta razón, se determinó que la salida del proyecto fuera desde el dibujo en un formato de reproducción mecánica, ausente de autoría y lejos de los espacios oficiales del arte. Asimismo, la investigación se volvió el registro de un momento etnográfico y estético de una sociedad fragmentada testigo del fin de los grandes relatos históricos.
Durante mucho tiempo la ciudad representó el lugar donde se “racionalizó” el entorno, un lugar seguro del salvaje exterior, donde el orden, la civilización y la funcionalidad orquestaban la vida moderna. Sin embargo, el orden devino “poder”, el entorno se fragmentó y, poco a poco, la ciudad se volvió un espacio social en conflicto, donde se generaron tensiones entre sus habitantes y ese “poder”, siendo pero al mismo tiempo también una posibilidad para la resistencia, la adaptación o el sometimiento a las formas de organizar el contexto físico. Así, la ciudad como entidad que se genera y “territorializa” a sí misma es activada a partir de la socialización en el espacio común y en la forma en la que los individuos se apropian del entorno y actualizan el espacio en flujo.
El caminar refleja la posibilidad de apropiarse del espacio en forma activa. “El andar parece pues encontrar una primera definición como espacio de enunciación” (De Certeau, 1996). Las últimas vanguardias  artísticas – Dada y el surrealismo – encontraron en el andar una forma de enunciación en las calles y también darle a la ciudad el carácter  de  soporte,  el  lugar  idóneo  para  plantear el binomio arte-vida,  pero  es  con  los  Situacionistas  que se  llevaría  “el  caminar”  hasta  sus  últimas  consecuencias.
La psicogeografía funciona como una epistemología del tiempo y del espacio cotidiano por que permite comprender los efectos específicos del entorno geográfico estructurado a partir de las emociones y del comportamiento de los individuos: la psicogoegrafía es la forma en que la deriva cartografía a la ciudad.
Para este proyecto se decidió activar la deriva como una suerte de trabajo de campo: desplazamientos aleatorios por la ciudad para levantar un mapeo psicogeográfico de los assemblages anónimos urbanos. Si durante estos desplazamientos se encontraba algún fenómeno con las características ya planteadas, se realizaba el registro. La duración de la deriva era limitada a tres horas, prolongar estos periodos resultaba agotador debido a las distancias abarcadas. En ocasiones, los fenómenos se encontraban inesperadamente en el camino de regreso o en territorios conocidos. En ciertas situaciones la deriva llevó a puntos de la ciudad donde el transito debía ser rápido y continuo debido a las condiciones específicas del lugar, es decir, un callejón poco iluminado, un barrio no conocido o verdaderos espacios de conflicto en los cuales incluso se vio cuestionada la propia integridad física. Tal es el caso de la pieza Cacamatzin 144 que implicó un asalto a mano armada.
Se decidió recurrir a la técnica el dibujo de medio tono como desvío del dibujo utilizado en las investigaciones de campo de las ciencias sociales y biológicas, debido a que este tipo de representación pretende brindar un sentido de información visual “objetiva” y comprobable sobre un fenómeno específico. Se planteó la representación de estos “menhires posindustriales”, hitos en el espacio público, como una manifestación singular estética y se usó la técnica del medio tono buscando una imagen lo más fiel posible al objeto estudiado, aislándolo del contexto inmediato que le rodea, a excepción de donde se encontrase soportado y con los elementos que lo componen, para evitar interpretaciones o lecturas dirigidas por el entorno adyacente.
Se planteó la idea de un dibujo que operase como maquinaria estética de desvío del lenguaje científico, pero instrumentado para evidenciar un objeto que quizá pasaría desapercibido debido a la normalización del caos en la ciudad. No se recurrió al registro fotográfico como salida, ya que la fotografía representa fenómenos capturados en un espacio-tiempo que ya no existe; en cambio, el dibujo fluye con el objeto, le confiere una cualidad ontológica al ser representado. El dibujo va construyendo el “menhir” como las capas de tinta – ese palimpsesto de pigmento negro – le van agregando capas de significación. Una experiencia estética personal a partir de un dibujo mecánico, aparentemente alienado, casi como un zumbido o un mantra.
Las imágenes de la producción asociadas a la investigación buscan ser una taxonomía de  estos “hitos” que a partir de un dibujo sin firma y de una posterior reproducción mecánica que se pretende ausente de autoría, sea un archivo de ensamblajes anónimos urbanos.
Esta taxonomía es también una guía de viaje, ya que cada uno de los 22 dibujos contiene también las coordenadas del lugar donde fue encontrado el objeto. El uso de coordenadas obedece a dos razones: la primera es la asignación de un número para catalogar cada uno de estos menhires posindustriales; la segunda es para ubicar cada uno de estos hitos en la Ciudad de México, asignándole un sitio específico a cada uno de estos emplazamientos ya que debido a la cualidad efímera de estos ensamblajes, muchos de ellos quizá ya no existan al día de hoy.
La transcripción de su localización a través de coordenadas da piso al dibujo, le asigna una ubicación geográfica y un momento histórico en la ciudad como espacio mítico, ordenando la yuxtaposición de todos los objetos que componen la imagen. Son dibujos que no están pensados para la contemplación, sino para ser leídos como ideas, como mensajes. De la misma forma que Magritte con Esto no es una pipa, la operación consiste en tomar el grafismo y señalar la figura para que esta salga de sí misma, flote en un nuevo espacio de significación y se vuelva un concepto.
El dibujo de medio tono permite su impresión en distintos sistemas de reproducción mecánica a bajo costo, así como en una amplia variedad de soportes y sustratos. La producción que acompaña a Cargo Culte está planteada tendrá salida a partir de carteles, postales, playeras, volantes, bolsas de tela y etiquetas adheribles. Todos estos medios se activan a partir de la ciudad como soporte; los carteles han sido pegados en distintos puntos a partir de derivas, las postales enviadas aleatoriamente, los volantes repartidos en sitios públicos – se ha hecho de esta taxonomía una suerte de archivo público callejero. Así, la intención de esta suerte de anticampaña es que al encontrarla en distintos puntos de la ciudad, se “viralice” y que se vuelva una suerte de mito o imaginario colectivo.
Se pretende que quien vea las imágenes salga a buscar estos hitos, emprenda su propia deriva y se pierda en la ciudad.
El fin último del proyecto es generar un archivo usando el dibujo como dispositivo y propiciar la búsqueda de las posibilidades estéticas en la ciudad a partir de experimentarla caminando. Se busca que también el lector de este texto construya sus propias interpretaciones sobre lo que se ve en las imágenes; sin embargo, la inclusión de las coordenadas sugiere al mismo tiempo una exploración. El objetivo es que estas imágenes se vuelvan un especie de mensaje en clave que sólo pueda ser descifrado al activar la ciudad y el espacio de flujo saliendo a buscar el objeto a partir de sus coordenadas.
Tomar las calles es imperativo; vivir la ciudad es un acto político. Perderse en sus calles debe ser una maniobra para trastocar la rutina y la repetición, para dejar de ser un mero observador, para participar con una actitud crítica, de agencia ciudadana. Bajo esta perspectiva caminar resulta una acción de afirmación colectiva. La alternativa a la alienación no es la fragmentación, la ruptura o lo discontinuo, condiciones inherentes de nuestro tiempo; es quizás en la posibilidad de lo fluido, del carácter procesual y colectivo del dibujo y el caminar como dispositivos que podamos trascender este momento histórico en el cual el ocio y el aburrimiento son las herramientas de control más eficaces del sistema. Tal cómo referiría el artista mexicano Melquiades Herrera: “hay que caminar cuando no se puede estar sin hacer nada” (Henaro, 2009).
Cargo Culte propone el caminar como un acto político definido, una fenomenología del objet trouvé y la apropiación de la ciudad como posibilidad de subversión personal contra el tedio, la monotonía y la normalización del caos. Vivir la ciudad como un espacio etnográfico, estético, artístico: dibujístico. Salir a la calle conscientes para sentir el poder de estar aquí y ahora y cambiar el futuro inmediato a partir de la apropiación del presente. Comentaba el poeta y ensayista Gabriel Zaid refiriéndose al Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) como la primer guerrilla posmoderna y que su función no consistía en actuar militarmente, sino en representarse a sí misma como insurrección (Villoro, 2016). La victoria – dijo Guy Debord – será para aquellos que sepan crear un desorden sin desearlo.

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1El ludismo fue un movimiento encabezado por artesanos ingleses en el siglo XIX, que protestaron entre los años 1811 y 1816 contra las nuevas máquinas que destruían el empleo. Los telares industriales, la máquina de hilar industrial y el telar industrial introducidos durante la Revolución Industrial amenazaban con reemplazar a los artesanos con trabajadores menos cualificados y que cobraban salarios más bajos, dejándoles sin trabajo.

Fuentes de referencia
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Henaro, Sol. Melquiades Herrera. 1a ed., Alias, México 2014.
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Worsley, P., Al son de la trompeta final. 1a ed., Siglo XXI, España 1980.

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Edgar C. Hernández es un artista visual. Vive y trabaja en la ciudad de México. Es Maestro en Artes Visuales con énfasis en Dibujo por la Facultad de Artes y Diseño de la UNAM y licenciado en Diseño industrial por la Universidad Iberoamericana. Actualmente imparte los talleres de Investigación y experimentación audiovisual; así como el proyecto de investigación-producción de Arte Sonoro Islas Resonantes en la en la Facultad de Artes y Diseño de la UNAM. A partir de la investigación que realiza sobre los fenómenos estéticos anónimos en la ciudad de México publicará Trópicos Entrópicos. Actualmente colabora con varias publicaciones independientes, prepara la publicación de la novela gráfica Nodos y prepara la salida del fanzine Talacha que gira al rededor del dibujo y la música. Cogestionó el proyecto de difusión cultural y de vinculación con los lenguajes del arte contemporáneo La Caja. Su experiencia profesional también incluye la colaboración en los talleres de los artistas Thomas Glassford y Gabriel de la Mora, así como también la producción de arte en vídeos musicales, zapatos para niños, museografía y conduce el programa de radio arte el_Paracaídas. Ha participado en distintas exposiciones a nivel nacional e internacional. Su producción artística se centra en el dibujo como dispositivo, en la deriva como práctica estética y el desvío como estrategia. Así como también las posibilidades del arte como herramienta de empoderamiento y emancipación decolonial.